Por: Héctor Manuel Silva Rabanal.
Después de la guerra con Chile, aparecieron dos grupos de guerrilleros: “los colorados” y “los azules”; unos caceristas y otros iglesistas, respectivamente. Estos tenían por misión recolectar víveres, dinero, semovientes, etc., para continuar la lucha; pero como vieron que la derrota estaba consumada, se convirtieron en bandoleros, llamados “Montoneros”; los cuales llegaban a las ciudades en busca de los “mayores contribuyentes”, para extorsionarlos, quitándoles su dinero, joyas, utensilios, etc., por lo cual éstos enterraban sus riquezas y muchos se olvidaron del sitio exacto donde lo hicieron o murieron.
A Celendín también llegaron estos montoneros con Verástegui y Sanoni, haciendo de las suyas. Pero fueron reprimidos por el Ejército Nacional y destruidos poco a poco. Una de las víctimas fue el padre del personaje de nuestra narración quien muy apurado, enterró su riqueza en algún lugar de su tienda, pero murió, quedando su familia en desamparo absoluto.
Antonio Silva, era un hombre de tez morena, alto y poco musculoso, pues casi no tenía para comer. Vivía sentado en un sillón, única herencia de su padre, a la puerta de la tienda ubicada en la calle Comercio, hoy Dos de Mayo, vendiendo pomos vacíos, latitas y otras minucias. Allí recibía el cotidiano insulto de los muchachos que le gritaban “Negro Antonio” y la mirada despectiva de los parroquianos. Un día el negro Antonio, escuchó un ruido muy extraño en una esquina de su destartalada tienda. Por consejo de una comadre, empezó a cavar y cavar por todos los sitios. Al fin dio con un cajoncito con monedas de plata y joyas. Era el tesoro que había logrado enterrar su padre para salvarlos de los montoneros. Inmediatamente Antonio compró mercaderías y puso su tienda a la orden. Adquirió un terno de finísimo casimir inglés, se puso vistosa corbata y se sentó en su querido sillón. Ahora sí, todos le saludaban: “don Toñito buenos días”, “don Toñito buenas tardes”. Y él contestaba: “A mi señora plata, a mi señora plata”. Un día le pidieron una erogación para una obra pública a lo que respondió con una buena cantidad. Por ello lo invitaron a un almuerzo en agradecimiento.
En el almuerzo, corrieron los discursos de bienvenida y reconocimiento. Y todos corearon su nombre dando sonoras vivas. Se sirvió la sopa de gallina y Antonio, hoy don Antonio, empezó a dar cucharadas a su vestido. Los comensales alarmados e intrigados le preguntaron por qué hacía eso, Antonio filosóficamente les dijo: “cuando era pobre y vestía harapos, era simplemente el negro Antonio, todos se burlaban de mí y ni siquiera me saludaban; ahora que soy rico y mi señora plata me ha comprado este terno inglés, soy ya don Antonio, hasta se me ha invitado a este gran banquete. Por tanto, no he sido invitado yo personalmente, sino mi vestido…, pues entonces que él coma”.
Antonio dio una gran lección a Celendín, y hoy no es raro ver que en nuestra mesa estén sentados compartiendo el patrón junto con el peón. No hay diferencias de raza, género, posición social o cultural. ¡Viva mi Celendín!
[Artículo publicado en la Revista Oígaste N° 002 – Edición septiembre 2019]