Por: Gutemberg Aliaga Zegarra.
1
Por el perímetro del mercado se escuchaba el bullicio cotidiano de la gente. Voces altisonantes anunciaban productos de pan llevar. Pasos perdidos deambulaban de un lado al otro. Y en una esquina, gente agolpada alrededor de un desgarbado joven de piel cetrina, ensortijado pelo y hablar entrecortado, escuchaba embelesada el ofrecimiento de su mercancía.
- ¡El loro cabeza roja, veinte soles, es de los habladores!
- Los canarios, treinta la parejita. ¡Ah…!, los tordos, dos por quince; pero… vaya usted a escuchar el silbar maravilloso de estos animales.
Aquellos tordos de color negro azabache estaban muy inquietos. Saltaban desesperados tratando de escapar a su cruel encierro. Nunca habían visto tanta gente a su alrededor, ni habían escuchado gritos histéricos por querer llevarles a otro calvario. Allá en su mundo, en su hábitat natural, la paz y la libertad era algo sublime, un regalo de Dios.
Volaban por las cementeras extendiendo las alas en un rezo matinal, atisbando de hito en hito, iban en pos del aliento para su prole. Suyo era el aire, el agua y la roca. No terminaban de comprender la forma tan inocente como habían caído en la trampa puesta intencionadamente por la mano del hombre, y que hoy les ponía en subasta pública como si fuesen cualquier objeto.
- Diez soles por la pareja de tordos – propuse.
- No, amigo, quince y llévala –respondió enfáticamente-. Si se mueren le doy otra – sentenció.
Ante tal propuesta y con el deseo de poner a buen recaudo a los animalitos: ¡los llevo! – exclamé.
2
Un día de esplendido sol, sorprendí en mi hogar a la pareja de tordos en jaula nueva, y, de un momento a otro, el florido jardín donde orgulloso se erguía el frondoso limonero, contorneado de rosas de múltiples colores y azucenas, albergaba a extraños y bullangueros visitantes.
Por unos días aparentaban tranquilidad, pero había momentos en que con sus débiles e inofensivos picos corvos querían romper los barrotes de alambre para volar en el vasto espacio celestial, como lo hacía por las tardes el ágil colibrí sustrayendo el néctar de las blancas rosas, cuando el sol agonizaba
Una voz tenue, pero serena, me alertó humanamente.
- Padre, por favor —resonó una voz en mis oídos-, Dios da vida a los seres de este mundo, a los pajaritos; alas para volar y ser libres para disfrutar la bonanza de la naturaleza. No creo estar en lo correcto, al traer a estos indefensos tordos a sufrir un cautiverio injusto; pronto morirán y eso no está bien.
- Yo los alimentaré, les daré protección, cuidado y cariño —contesté a la firme interpelación.
- ¿De qué libertad hablamos, hija mía?, si en este mundo se aparenta ser libre y se está más que un preso enclaustrado, encarcelado en nuestras propias pasiones, en un mundo lleno de injusticias. Estos animalitos, en el mundo que habitan, también aparentan tener libertad; pero los seres «racionales» los persiguen con armas de fuego, hondas y tirajebes. Tal vez en esta jaula, que no es una cárcel, puedan gozar de algunos halagos y cariños, hasta que el Todopoderoso lo determine.
3
Pasó el tiempo en raudo vuelo y una mañana de inolvidable primavera, en el interior de la jaula, con los ojitos vidriosos y en dirección al cielo, los dos animalitos estaban yertos. Su ciclo de vida había llegado a su final.
Un hálito de tristeza invadió mi ser, con el único consuelo de que les había brindado cariño y amor. Cogí una pala y, haciendo un hueco en el santo suelo, sepulté a mis tordos queridos, no sin antes rezar una oración.
[Artículo publicado en la Revista Oígaste N° 003 – Edición diciembre 2019]