ALFONSO PELÁEZ BAZÁN

Por: Gutemberg Aliaga Zegarra.

Los hombres que son producto singular de la autenticidad e identificación con la tierra que los vio nacer, “son pocos… pero son…” y como don Alfonzo Peláez Bazán, con el ejemplo de su vida y obra, se profundizan más en el fondo no sólo del terruño amado para hacer brotar en el verde suelo nuevas esperanzas, sino en el alma y conciencia de todo celendino capaz de vislumbrar horizontes promisorios para las nuevas generaciones.

Don Alfonso Peláez, alguna vez se expresó así: “En el fondo de todo ser humano existe el deseo – no siempre manifestado – que sus restos mortales descansen en su tierra natal. Y no es solamente un deseo romántico; confundido con él hay un misterio llamado telúrico”.

Don Alfonso Peláez, nació y murió en Celendín. Murió humilde y silenciosamente, como había vivido, con dignidad, sin aferrarse a la vida, llevándose tan solo la imborrable imagen de su tierra querida, junto al amor de sus hijos.

Su infancia transcurre en el simpático valle de Opaván y Chorobamba en la cuenca del río Marañón. La naturaleza y sus pobladores brindaron al escritor hermosas vivencias a través de la maravilla natural del paisaje, tanto de Opaván como de Celendín, influyendo esencialmente en su creación artística.

Los hombres, con sus costumbres y ocurrencias constituyeron el aditamento fundamental para la creación de una literatura eminentemente telúrica.

Hubo, valga el dato, la oportunidad de que, al igual que su pariente el escritor Armando Bazán, viajase a la lejana Europa; pero él prefirió el retorno a la tierra amada.

Consagró su vida a la enseñanza, laborando por más de 20 años en la docencia, en el Colegio Celendín, luego Javier Prado, hoy Gran Unidad “Coronel Cortegana”.

Desarrolló una severa, valiente y alturada crítica a través de cartas y escritos a la opinión pública, encarando abiertamente los problemas que agobian a nuestra tierra.  Hasta que por la década del setenta, aparece sus picantes y sabrosos Café al paso; fruto de su amor al terruño, devoción a la justicia y la verdad, y un cierto afán educativo.

Con dolido amor filial su hijo Luis Alberto Peláez Pérez, refiriéndose a su perfil humano dice: “No recuerdo a mi padre buscando un status que le diera holgura material, tampoco envidiando los éxitos de los demás, menos simulando una condición de la que careciera. Era verdaderamente, en el más exacto y elevado sentido de la expresión, un artista excepcional, un ilustre humilde”.

Muchos se preguntaban: ¿Cómo puede este destacado hombre de letras, escritor de prestigio internacional, resignarse a vivir en un pueblo pequeño, demasiado quedo y sencillo?, ¿Quedarse a vivir en él haciendo las cosas más comunes y hasta triviales y mundanas: caminar incansablemente, libro bajo el brazo, por los caminos de su campiña sin par, sentarse en su plaza principal, horas tras horas sin hacer nada visible, dejando viajar su espíritu por lontananza; jugar noches enteras a las cartas con las gentes más sencillas pero más humanas de su pueblo; dialogar intensamente con personajes extraños o desvalidos, mirándolos a los ojos; seguir de cerca la travesía humana y espiritual de sus jóvenes alumnos, criticar aceradamente la incuria y la insensibilidad de algunas autoridades pueblerinas …?

Las respuestas a estas interrogantes la encontramos leyendo sus cuentos y narraciones y aseverando que el escritor es el más esforzado y sufrido trabajador del espíritu en su empeño por crear la belleza.

Quienes hayan leído con detenimiento ese hermoso e inigualable cuento que ha perennizado su nombre en la literatura latinoamericana –QUERENCIA– deben haber descubierto que su autor se retrató en el personaje central del relato, el humilde y pertinaz “Mohino” de Don Juan Chalcahuana, “El ínclito volvedor”.

Su cuento QUERENCIA ha dado la vuelta al mundo y figura en las más exigentes antologías de la narrativa de habla castellana, con traducciones a varios idiomas; pues, en ese cuento el escritor volcó toda su filosofía de vida, su arte y su amor.

Don Alfonso Peláez fue uno de los más reconocidos narradores cajamarquinos. Su prosa tiene mucho nervio personal y gran vigor regional. Fue un maestro del cuento.

En 1945, el Ministerio de Educación publicó la obra TIERRA MÍA, con la que obtuvo el Premio RICARDO PALMA en el Primer Concurso Nacional de Cultura, cuyo jurado estuvo integrado por los prominentes escritores peruanos: José María Arguedas y Clemente Palma.

Años después, su novela INCENDIO, en el Segundo Concurso Nacional de Cultura, mereció la más alta calificación; pero, por los reveces que generan los intereses políticos, el premio le fue concedido a otro autor.

Son muchas las Antologías del Cuento Peruano, donde aparecen las narraciones de Don Alfonso Peláez. Los reputados críticos literarios: Tamayo Vargas, Estuardo Núñez, José Jiménez Borja y Alberto Escobar, elogian en sus escritos la obra de Peláez Bazán.

Fue amigo personal de Ciro Alegría y José María Arguedas. Francisco Izquierdo Ríos en el Segundo Encuentro de Narradores Peruanos, realizado en Cajamarca el año de 1971, se expresó en los siguientes términos: “Estimo justo hacer notar de paso, la ausencia en esta reunión, entre algunos otros, de Don Alfonso Peláez Bazán precisamente escritor Cajamarquino, de Celendín; para mí un valor indiscutible de nuestras letras, autor especialmente de los notables cuentos que son QUERENCIA, EL TORO BAYO, MAXIMINO, Y TRUHUAN, que pueden figurar en cualquier antología. Empero; existe una cosa. Alfonso Peláez Bazán, permanece ignorado en su silencioso retiro provinciano de auténtico escritor, esperando que el tiempo se encargue de colocarlo en el lugar que le corresponde”.

Sus alumnos y amigos lo recordamos con afecto y admiración. Él nos enseñó con el ejemplo dos actitudes humanas sencillas: amar al terruño y vivir con humildad. Y nos enseñó que conquistar la humildad y vivir conforme a ella, es uno de los más grandes logros del hombre y tal vez el mejor camino en pos de la belleza.

Vale acatar la descripción maravillosa que hace su hijo Luis Guillermo Peláez Pérez, de los últimos minutos de la vida de su padre: “En esta habitación del hospital, mi padre semejaba a un pequeño ovillo, no obstante, su rostro lucía orondo y una presurosa sonrisa se balanceaba en sus labios.  Fue entonces que lanzamos la pregunta. ¿Es verdad papá que, teniendo ya un pie en el barco rumbo a Europa, acompañado de Armando Bazán, giraste en redondo y emprendiste la carrera a Celendín? 

Durante dos o tres segundos nuestras miradas fugaron, pero enseguida la suya eclipsó las nuestras.

Algo de eso es verdad – contestó.  Su voz avanzaba persuasiva en cámara lenta hasta lograr una transición afable.

Saben hijos, yo nunca eludí las aventuras, menos a los 18 años (con la mano derecha anárquicamente llevaba hacia atrás sus cabellos castaños).  Sin embargo, aquella vez algo me atrapaba al piso. Debió pasar algún tiempo para tener plena conciencia de la querencia, de esa cósmica metafísica. Nuestro padre se impuso una pausa como queriendo atrapar viejas imágenes que raudamente se deslizaban en su mente. Hay personas –continuó– que viven la vida de su piel para el horizonte, conocen y sienten todo objetivamente: son los racionalistas.  En cambio, hay otras personas que potencian la vida en su mundo interior, en sus propios abismos, y se enraízan en las primeras levaduras.  Y desde este insondable emplazamiento conocen y sienten las palpitaciones de la vida. Son celosos cultores del alma. Con ellos me alineo. Nuestro padre levantó la voz con tenacidad y agregó: los seres humanos nunca somos iguales, no disfrutamos parejo las aventuras. Mucho menos enfrentamos con la misma angustia la aventura de la muerte.  Empero, si bien no viajé a Europa en ese barco, lo hice después por ignotas rutas con la imaginación y la literatura. En ocasiones traía Europa a Celendín –su voz ahora parecía sostenerse de un invisible suspiro– otras veces llevaba Celendín a Europa y al mundo entero. Los últimos sonidos de sus palabras menuditas las arrancamos de sus labios.  Sus facciones en nada congeniaban con la muerte, a quien su alma había emboscado; y que ahora dibujaba en su rostro una tenaz pero apacible sonrisa. Al cerrar nuestros ojos terrenales con fuerza inusitada brotaron diminutas luces de bengala, así pudimos ver a nuestro padre surcando los cielos. Y cuando lo abrimos, entendimos lo superfluo que sería preguntarle por sus coordenadas”.

Don Alfonso Peláez Bazán, pues, no ha muerto; vive con nosotros prodigándonos su luz desde el parnaso celestial y desde allí cada palabra que escribió es gota de rocío vivificante que nutre la pluma y la emoción de quienes lo apreciaremos siempre con el calor de familiares, amigos y admiradores de su producción literaria, fecunda y muy docente y vital para las juventudes venideras.

[Artículo publicado en la Revista Oígaste N° 004 – Edición julio 2020]

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