Por: Manuel Sánchez Aliaga.
Un denso murmullo se eleva como queriendo asirse a las volutas del oloroso incienso aderezado con palo santo para, adherido, alcanzar a través de las plegarias, por lo menos los ribetes del cielo desde donde se supone las escucha el Altísimo, cuya imagen tallada en noble naranjillo, acá en la tierra, es transportada a pasos lentos, acompasados y devotos, descansando en hombros pecadores bajo la contrita mirada de los fieles que, arrepentidos, contemplan yacente al Cristo muerto, imaginando la crueldad de sacerdotes, pretorianos y judíos, y el sufrimiento que debió padecer antes de morir.
Las calles por donde no pasa o ya pasó la procesión están desiertas, alumbradas débilmente por rojizos focos eléctricos. Aprovechando la penumbra y la quietud, dos jóvenes, cargando una escalera y procurando no hacer ruido, se acercan a un balcón, y la reclinan en la base sobresaliente desde donde nacen torneados en barnizada caoba los barrotes de la balaustrada.
Terminado un segmento de oraciones brotan cristalinas, armoniosas, las expertas voces del coro, a las que se aúnan discordantes las de la feligresía que en vano trata de modularlas al resplandor de las velas que portan las manos esposadas con rosarios nacarados.
Los acordes se alejan diluyéndose en los recovecos de las calles y llegan apenas perceptibles a rozar acariciadoras la escalera y el balcón.
Finísimas mantillas importadas cubren las cuidadas cabelleras de las jóvenes, y negros mantones las cenicientas canas de las viejas, que a pasos muy cortitos avanzan a los costados y detrás del anda de la Dolorosa acompañándola en su duelo. Al otro extremo de la calle y a la misma altura va a la urna funeraria adornada con artísticas y casi minúsculas coronas de violetas, de pensamientos y de hortensias, permitiendo ver a través de límpidos cristales finado al Nazareno, exangüe, coronado de espinas, cubierto por fino tul a manera de sudario, protegido por la policía uniformada de gala, y rodeado por los hombres, muchos vistiendo riguroso luto, que lo cargan turnándose en afanes suplicantes de perdón.
Iniciando una nueva marcha fúnebre suena aguda la trompeta taladrando el corazón. El corazón de Humberto Iván se agita confuso, anhelante, dubitativo… Ignora la decisión definitiva de la amada. Puede que a último minuto fracase el plan previamente pactado y trazado con minuciosidad, como a veces ocurre en la puerta del horno con el pan.
Superando temores, apelando al coraje varonil aletargado, horadando el silencio, un suave silbido toca las puertas del balcón, que en respuesta cómplice se abren confesándose sinceras haber sido testigos de recientes serenatas cantándole al amor. Entornándolas precavida para no incitar a los ladrones a desmantelar la propiedad y a sus padres la sospecha de su huida, Clarisa baja los peldaños sintiendo agitársele dulcemente el pecho por los goces del querer, y constreñida su cintura por los brazos del raptor.
Ya en el suelo, abrazados, besa y es besada largamente, olvidando los amantes al amigo que al escape y cargando la escalera encubridora se aleja satisfecho de su colaboración. En seguida, presurosos y portando dos repletos maletines preparados con lo indispensable, corren hacia el carro que en la esquina les espera para llevárselos rápido, en furtiva huida, a lejanos y desconocidos horizontes donde saben hallarán la felicidad de un nuevo hogar.
En la iglesia, arrancando lágrimas dolidas a los creyentes, el Santo Sepulcro ha sido colocado en el Altar Mayor, junto a su Madre que parece mirarlo con ternura y aflicción.
Don Felipe y doña Eufemia las derraman con fervor devoto en honor a la divinidad, sin presumir de otras nuevas que resbalando por las respetables arrugas de sus rostros rodarán inacabables días y meses en caída de adiós inconsolable, a llorar la ausencia de la hija ingrata que ese triste Viernes Santo fugó contenta y sigilosa en brazos del amor.
[Artículo publicado en la Revista Oígaste N° 007 – Edición Julio 2021]