-Crónica sin tiempo-

Por: Javier Alfonso Chávez Silva (Charrito)

Aun desconozco cuándo pudo haber nacido don Juan Muñoz Ortiz; pero nítida está en mi mente, palpitando en mi recuerdo desde que era niño, la experiencia tan grata llena de emoción y sentimiento al poder apreciar, aunque sea desde tras la reja que protejía su limpio y ordenado taller.

Casi no hablaba, don Juan, más parecía absorto, centrado y ensimismado traduciendo los cálculos e impulsos que tenía en su cabeza y en su corazón para ecuacionarlos con el preciso movimiento de sus ágiles dedos flacos muy, muy hábiles, desbordantes de alta maestría… Abajo, en su reino, a dos palmos de la acera, el tiempo con mi tiempo parecían haberse detenido y no importaba ya los segundos, minutos y más, ni la bulla de mis amigos que ocasionalmente me acompañaban. Sus duendes y los míos en comunión, bailaban la carnavalera alegría de un shilaló.

Yo podía hablar con don Juan a pesar de su terco silencio a través de sus obras que, ahora estaban en cuadros pintadas al sapolín, colgadas en la muestra constante de las paredes; ahora, en las tallas que en finísimo cedro o naranjillo eterno lapidaban la memoria de los muertos en su recinto del más allá.

¡Claro!… Después tenía ya que salir del shock e irme del Jr. Junín N° 228 y mientras bajaba a mi casa, en un traicionero suspiro prometía que yo… yo también, algún día podría pintar como él…

Gracias don Juan.

  • Aquí tres lápidas que, salvadas de las inclemencias del tiempo, perenniza el relieve de su magnífica talla (Datan de 1940 y 1952)

[Artículo publicado en la Revista Oígaste N° 007 – Edición Julio 2021]

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