(Tomado del Libro: Semblanza de Juan Basilio Cortegana)

Por: Nazario Chávez Aliaga.

Juan Basilio Cortegana vio la luz del día en 1801, en la población que solo un año más tarde tomaría, por Real Cédula, el nombre de Villa Amalia de Celendín. (Pasarían todavía varias décadas hasta que obtuviera el rango de ciudad).

Fueron sus progenitores don Dionisio Cortegana y doña María Vergara, personas acomodadas que, siguiendo la tradición religiosa de la época y en vista de las excelentes dotes mentales que el niño demostraba, acariciaron el proyecto de encauzarle por la vía sacerdotal.

En la escuela de la localidad, que regenta el clérigo don José Cabellos, Juan Basilio se distinguió bien pronto por su aplicación y aprovechamiento en los estudios, sobresaliendo entre el común de sus condiscípulos y amigos. Era un chicuelo que prometía en el campo intelectual. Al lado del sacerdote y maestro, Juan Basilio cursó estudios de retórica, declamación e historia; aprendió los primeros rudimentos del latín y el griego —base obligada de futuros estudios religiosos—; practicó lecturas clásicas y se ejercitó en composiciones literarias que tenía por modelos a los grandes escritores de la antigüedad grecorromana y ¡Quién hubiera podido predecir al muchachito celendino y a su venerable maestro, el padre José Cabellos, que aquellos estudios y ejercicios literarios habrían de servir un día al primero para escribir una «Historia del Perú», de un Perú todavía no existente como nacionalidad con vida propia y soberana!…

Pero el hombre es, en gran parte, hijo de las circunstancias y del ambiente social e ideológico en que le corresponde vivir. En otros tiempos, cuando la vida en el Perú era un monótono discurrir en días y meses iguales, invariables, tal vez el pequeño Juan Basilio se hubiera encauzado por la vía sacerdotal que para él ansiaba su protector y sus padres. Mas en el Perú —y en América toda— de los años en que la inteligencia del joven celendino empezaba a abrirse a la comprensión —1810, 1812, 1813—, las cosas habían cambiado por completo. Un hondo, un inaudito fervor ideológico sacudía las conciencias. El sentimiento de Patria y de Patria independiente, había despertado, al fin, y prendió ardientemente en los corazones peruanos y americanos; y aquí, y allá, y en todas partes, se producían rápidamente sucesos trascendentales que antaño se habrían considerado inverosímiles. En México y en La Plata se habían lanzado gritos de «Gobierno propio» y «Patria libre», seguidos en actos que tomaban realidad venturosa aquellos sueños. Actos y gritos idénticos resonaban en Potosí, en Chile, en Venezuela, en Nueva Granada, en toda la vasta amplitud del Continente. Y en el Perú las cosas no acontecían de otro modo, aunque menos manifiestas a la vista por el gran poder represivo de que disponían las autoridades virreinales. Fervorosas sociedades de patriotas trabajaban intensamente en la sombra por ponerse a tono con los insurgentes de otros países hermanos; y aún en el pueblo del Perú iban prendiendo inconteniblemente aquellos hermosos y firmes ideales. La hora de la Patria había sonado. O, por lo menos, era la hora de las armas. Y él, ya mozuelo, Juan Basilio Cortegana supo escuchar esa voz sonora en la entraña de su alma y decidió trocar sus posibles caminos sacerdotales por el ejercicio de la espada. En su todavía oscura e imprecisa visión de aquellos sucesos americanos y peruanos, de los que en todos los corrillos se hablaba con gran pasión, Juan Basilio no podía acertar aún a distinguir con claridad el auténtico camino que seguiría bien pronto. Y por otra parte, su educación en un medio familiar conservador y respetuoso del pasado —como lo era el suyo— influiría también poderosamente en su primera elección castrense. Se enroló, pues, en el Ejército Realista, el único subsistente a la sazón en el Perú, y bien pronto logró ascensos en vista de su comportamiento y rectitud.

Empero, esta actitud de joven inexperto duró poco. Un suceso extraordinario, cuyo eco repercutió en todo el país, tuvo la virtud de arrancarle la venda de los ojos. ¡En el Sur, según lo informaban en Trujillo el «Correo de Valles», había desembarcado una Expedición Libertadora, al mando del General don José de San Martín, que venía desde Argentina y Chile a enarbolar las banderas de la Independencia, fraternizando con los patriotas del Perú!

El hecho es emocionante, y el joven militar celendino se siente de inmediato ganado por la causa de la Patria, identificado con los altos ideales de Libertad que traen los ejércitos expedicionarios del Sur. Correrá a unirse con ellos, aportando su entusiasmo, sus esfuerzos y sus conocimientos de soldado, para luchar, hombro a hombro, con ellos, y si es menester, dar su sangre y su vida por tan noble causa. Así fue cómo, tras jurar la Libertad en la ciudad de Trujillo en el acto solemne organizado por Torre Tagle, Cortegana, en unión de otros muchos mocetones, parte hacia el pueblo de Huaura, donde se hallaba ya instalado San Martín y se pone a su servicio.

No desdeñó el gran Libertador argentino aquel entusiasta ofrecimiento de la juventud peruana, que era la mejor demostración de la forma en que había germinado la idea de la Independencia en los hombres del país, y en seguida ordenó formar un cuerpo de ejército exclusivamente peruano, bajo el comando del Marqués de Torre Tagle, donde tendrían cabida los más bravos luchadores de la Patria. Y fue así cómo surgió la gloriosa LEGIÓN PERUANA DE LA GUARDIA que tantas páginas de heroísmo escribieran con su sangre en los anales de la emancipación.

«Consultando la dignidad del Gobierno —decía el Protector del Perú en el correspondiente decreto— el aumento de la fuerza física que debe sostener la Independencia del Perú, ha dispuesto crear un cuerpo cuyo eminente privilegio sea servir de modelo a los demás por su valor en los combates y por su disciplina en toda circunstancia… ordeno y establezco: Se formará un cuerpo LEGIÓN PERUANA DE LA GUARDIA compuesto por ahora de un batallón de infantería, dos escuadrones de caballería y una compañía de artillería volante de cien piezas».

Con el grado de Teniente, Juan Basilio Cortegana se incorpora a esta benemérita Legión para llevar desde entonces en triunfo sus pendones hasta Junín y Ayacucho.

Apenas iniciado el año de 1821, se apresta para la campaña de Torata, y más tarde toma parte en la brillante acción de Zepita, donde los escuadrones de Húsares de la Legión dando una prueba más de su heroísmo y, al cabo de sangrientas cargas, logran rechazar a los realistas. El General San Martín, de quien Juan Basilio Cortegana trazaría más tarde un brillantísimo retrato en su «Historia del Perú», se halla lejos del país y son ahora Bolívar y Sucre quienes planean y dirigen la campaña; pero el joven guerrero celendino se apresta a combatir con igual brillo en las memorables batallas de Junín y Ayacucho, a las órdenes de La Mar y el coronel José María Plaza. Con el grado ya de capitán y formando parte de una de las alas del Ejército patriota, Cortegana empeña todo su heroísmo en aquella acción gloriosa de Sucre, que el mismo, como testigo personal y autor, describiría así, andando el tiempo, en su aún inédita «Historia del Perú».

«Roto que fue así el fuego más activo por los tiradores de una y otra parte y por toda la artillería española, ya el campo no fue otra cosa sino el horroroso teatro de destrozo y muerte; el denso humo esparcido en todo él formaba un velo de fúnebre luto por las víctimas que se inmolaron entre la temeridad de los realistas y la libertad de la Patria. La roja sangre corría a borbotones, los combatientes espectadores de sus insignificancias para la continuación de la pelea o de temerosos atropellamientos y del azar de una muerte tormentosa o de la prolongación de una vida desgraciada; pero en tales apuros no hay piedad, y para las masas contendoras tampoco había otro designio que llevar sus fuerzas unas contra otras hasta conseguir la victoria o sucumbir bajo el pavimento de un terrible campo en que cruentamente se disputaba la solución de un indispensable problema».

«El ejército español, orgulloso con las ventajas recientes que había conseguido, a la vez que más fuerte que el independiente, como envanecido de la ligereza de sus marchas, todo le parecía concluyente; más habiéndole llegado el momento de que descendieran de las faldas del Condorcanqui, lo hizo a la verdad simultáneamente su primera línea, presentándose todos los generales realistas a la cabeza de sus divisiones y brigadas, y entre ellos, algunos de estos con ponchos blancos haciendo así blanco para los patriotas, ostentando con ello la mejor visibilidad de sus puestos y direcciones que daban a sus tropas en la batalla».

«El virrey La Serna se hallaba en persona mandando los ataques y colocado a retaguardia en el centro de sus líneas. La derecha de ellas compuesta de los cuerpos anteriormente descritos y mandada por el inmejorable Mariscal de Campo Jerónimo de Valdez, fue la primera que, sobrepasando su orden lineal sobre la marcha que traía descendiendo del cerro, la que como un torrente se inclinó profundamente a flanquear la izquierda de los patriotas y obligó a varias compañías de guerrillas de estos a replegarse sobre una casa que había fuera del barranco, con la mira de apoyarse en los fuegos de la División La Mar, encargada de no consentir en modo alguno la superioridad de él y en cuyo empeño fue obstinado Valdez a fin de conseguirlo, sin embargo de la tenaz defensa que, con encarnizamiento, se hacía por la indicada División peruana. Como esta arrojada y súbita maniobra del expresado General español dejase sin el menor obstáculo el espacio del llano que había de ejército al frente de sus respectivas masas, de manera que ya, sin embarazo el más pequeño, pudiesen lograr entrambas partes de un modo decisivo y extraordinario, se creyó Valdez no sólo dueño de la casa, que al fin llegó a ocupar sino que tuvo el afán de salir con su División superando por esa parte de la quebrada y buscando por la retaguardia la línea patriota y rodearla; y para conseguirlo como lo apetecía, de hecho atacó a sus opositores con los cinco batallones, los tres escuadrones y las seis piezas de artillería que comandaba por esa inexpugnable división, que apoyaba y aseguraba incesantemente el ala izquierda de las huestes independientes y que su oquedad profunda como su localidad barrancosa, le hacía también mucho más dificultosa la consumación del objetivo en que se había empeñado el referido general realista Valdez, abrazado por los fuegos de los valientes batallones peruanos Legión Peruana N° 1, N° 2 y N° 3 y el Batallón Colombiano «Vencedor».

«Siendo así, pues, por esta parte el lugar de la más insistente y encarnizada lucha, el fuego se hizo horroroso y, por consiguiente, ya solo había un entretejido de nubes de balas de tres distintas direcciones».

«Mientras todo lo relato sucedía por la izquierda patriota, en la derecha española el virrey y Canterac, con la división Villalobos por la izquierda de la línea de ellos y la de Monet por el centro; el primero apuraba a introducirse sobre la derecha patriota, y el segundo, absorbiendo la practicable quebrada que tenía a su frente y logrando bajar del cerro al plano del campo en columnas cerradas, fueron entrando en formaciones en la línea y consiguientemente desplegando sus masas por las filas en batalla, con un fuego nutrido de muerte sobre toda la línea patriota y en el que vino a ser general la batalla en todas sus direcciones; pero como no fuese esto bastante para obtener una declarada decisión, trataron, a la vista de este compromiso común, hasta aquí sin resultado de victoria por ninguno de los dos, poner en ejecución dos acontecimientos importantes: y era el uno el que hacía Villalobos por medio del arrojado jefe Rubín de Celis por la derecha patriota, procurando llamar por esta parte las atenciones mayores de Sucre, a fin de que Valdez no entrara en su empeño con aglomeración de fuerzas que lo pudieran destruir; y el otro el de auxiliar a este mismo con Burgos, Victoria y los tres escuadrones de la Unión maridados por los brigadieres Pando y Bedoya, sostenidos por las ocho piezas de artillería que en esos instantes habían estado colocados y avanzasen sobre la izquierda patriota, dando la más osada y terrible carga a la división La Mar y facilitando arrollar a esta con dos fuegos de vanguardia y retaguardia, el absoluto propósito del impertérrito Valdez, que daba por resultado la rotura de la línea patriota, como tomada su retaguardia y consiguientemente destruida y flanqueada toda su ala a la izquierda sin que se pudiese rehacer…».

Varias horas llevaba ya el combate relatado por Juan Basilio Cortegana, quien, con imparcialidad de historiador reconoce que «los dos combatientes se hacen merecedores a los aplausos de hechos heroicos», pero al fin la batalla se inclina favorablemente al lado de los patriotas, sembrando estos tal confusión en los contrarios, que hasta el propio virrey La Serna cae prisionero. He aquí cómo refiere Cortegana este hecho sin precedentes:

«De tal manera sigue, pues, Córdova su nueva carga sobre el citado flanco enemigo y se hace tan irresistible que, por muros de bayonetas, sables, lanzas, y sobre cadáveres de hombres y caballos muertos, sobre alaridos y confusiones de las propias masas realistas y entre hacer morir, huir y defenderse, penetra hasta los lares de la persona del virrey D. José de La Serna y por medio del Sargento Pantaleón Baraona, le toma prisionero de un modo inesperado y desconocido». (Cortegana incluye en su «Historia del Perú», como documento valioso, la carta que el propio Sargento Baraona le enviaría personalmente más tarde, con el relato de la captura del virrey).

«Este guerrero anciano en la ejecución de su apresamiento, fue efectivamente herido en el avance patriótico a pesar de sus respetables canas; y si el que lo tomó no lo hubiera conocido, sin duda que habría tenido que perecer en el curso de tan aterrante ataque, el mismo que se hacía a cada instante más indispensable para asegurar el éxito de la victoria, que ya con semejante acontecimiento heroico, se anunciaba de hecho en obsequio de los impertérritos patriotas».

«La prisión del virrey se difundió velozmente en todas las divisiones patriotas y cuya principal presa no imaginaban fue un corrosivo eléctrico en ella para recobrar más y más el ataque, que lo hicieron sobre Monet, Canterac y Valdez».

Sigue refiriéndose Cortegana al desenlace final de la batalla y llevado de su entusiasmo patriótico, concluye con estas palabras:

«Entonces, y sólo entonces, fue cuando ese ejército verdaderamente patriota entonó el canto de ¡Victoria! ¡Victoria!, y la gran victoria inmortal de Ayacucho es fijada para siempre en beneficio de las presentes y futuras generaciones de los estados hispanoamericanos».

Con la batalla de Ayacucho quedó la Emancipación del Perú y de América, pues, la hora de envainar las espadas, aunque manteniéndolas siempre listas y afiladas para velar ante la Patria naciente. Cortegana prosigue, por tanto, su carrera militar a completa satisfacción de sus superiores inmediatos, aunque su ruda franqueza para expresar opiniones, cuando cree ser atropellada la justicia, le ocasiona algunos disgustos personales. En el transcurso de aquella turbia y levantisca política que siguió a los primeros años de la vida nacional, se produjo, el año 1833 un conato de alzamiento de Salaverry contra Gamarra, en el cual se vio envuelto Cortegana. El resultado, y omitiendo detalles secundarios ajenos a nuestro propósito, fue el alejamiento e internación de los complicados, por decreto, en varios puntos de la región amazónica. Nuestro personaje fue destinado a Maynas. De allí regresaría en 1838, con el grado ya de Teniente Coronel, para intervenir en la campaña de la Restauración; y, en 1841 se le destinaría a la frontera con Bolivia.

El año 1841 señala también el punto crucial de su carrera y de su desventura personal. No es posible dejar claramente establecidos los sucesos, en este punto, por falta de constancias documentales. Pero aquella franqueza en la expresión de sus opiniones a que ya hemos aludido anteriormente y su incapacidad innata para soportar en silencio injusticias clamorosas —fuese, como diría el mismo, «por no sufrir prerrogativas para unos y depredaciones para otros», o por cualquier otra razón— le llevaron a formular ciertas protestas airadas, lo que dio motivo a que, tras falsas imputaciones, se le incoase un proceso con intención de desprestigiarle. Cortegana demostró ampliamente su inocencia y la, rectitud de su conducta, pero fue conminado a salir perentoriamente de la ciudad y, lo que era más triste y doloroso, se le dejaba separado del servicio activo…

Fue el golpe brutal, inesperado, que truncaría su carrera. Verse privado de la espada que había esgrimido con gloria en los grandes combates por la patria, significaba para él una condena al peor de los ostracismos, un desmoronamiento total de todos sus sueños e ilusiones. «Mi carrera —escribía, dolorido, refiriéndose a estos hechos— es la de un soldado y nada más; los peligros y las glorias de este eran los puntos esenciales de mis conatos… ¡Triste situación! En un Estado donde se profesan principios esenciales de Igualdad y Libertad, tener que sufrir prerrogativas para unos y depredaciones para otros, no tal vez para los Jefes de Estado… Así es como se infama a un soldado Fundador de la Patria y Libertador de la Independencia Nacional».

La alusión parece clara y explica igualmente sus protestas. Él era uno de los guerreros denodados que habían combatido por la libertad y la igualdad de todos los ciudadanos; por eliminar de la patria recién nacida aquellas prerrogativas, preeminencias y desigualdades que constituían tradición y práctica abochornante en los días coloniales; había luchado al lado de los grandes Libertadores para que prevaleciese la justicia sin distinción de rangos, de castas o jerarquías; y he aquí que en la realidad de la vida cotidiana se traicionaban y pisoteaban tantas veces estos altos ideales por los cuales se había derramado mucha sangre, cayendo en injusticias semejantes a las que parecían haber quedado borradas para siempre…

Un año después, en 1842 —y esto prueba que su conducta ciudadana y su honorabilidad personal habían salido indemnes de la dura prueba—, Juan Basilio Cortegana postula la Senaduría por su Departamento: Cajamarca. No la obtuvo. Sus sueños se frustraron, encontrando un apoyo decidido y franco solo en su provincia, en su querida provincia, a la que no olvidaría jamás a lo largo de su vida, y por la que luchó siempre abnegada y denodadamente como soldado y ciudadano.

Su situación económica empeora día a día, hasta el extremo de tener que emplearse en una firma comercial para subvenir a su existencia.

Recluido en su modesta casa de Malambo 122, después de haber vivido en el popular barrio de San Lázaro: Pozo N° 83, y en la única compañía de su esposa, doña Manuela Arnáiz, de la que quedaría viudo en 1857, Cortegana se concentra exclusivamente en sus recuerdos; en el recuerdo consolador de sus jornadas de gloria. Piensa también en las glorias de la patria, de aquella patria peruana, cuyos orígenes históricos se pierden en los nebulosos siglos del Incario y que, libertada ahora, se le abre un porvenir esplendoroso, siempre que sus hijos la defiendan y amen con acendrada pasión, esa pasión que se origina, principalmente, en el conocimiento de todos sus avatares históricos, de sus grandes fastos y de sus caídas, de sus glorias y sus desdichas… Y fue entonces quizá cuando el insigne cajamarquino concibió su grandiosa, su extraordinaria idea de escribir una Historia del Perú. Una Historia que fuese lo que siempre se ha creído y sostenido que es la Historia: la gran maestra de la vida y la educadora de los pueblos. El pueblo del Perú se encontraría retratado en ella, y en ella encontraría también el aliento y los ejemplos magníficos del pasado que mueven y estimulan las acciones del presente.

La Patria había condenado a Cortegana injustamente al ostracismo. Pero así como Cervantes, el noble Manco de Lepanto, recluido en la cárcel de Sevilla, devolvía allí a sus compatriotas el más grande libro sobre el más grande idealista de los siglos: el Caballero Don Quijote, para que sirviera de parangón y de alto ejemplo a todos los esforzados paladines de las causas justas, así también el noble celendino, desde su pobreza, su abandono y su retiro, haría generosa entrega a su pueblo de una Historia del Perú que le recordase su pasado y le sirviera de estímulo para alcanzar una meta en el porvenir.

Empero, mientras acumula notas, apuntes y documentos para su magno proyecto, Cortegana no olvida a «otros beneméritos de la Patria», a otros soldados de la Independencia, como él, dejados de lado por los poderes superiores del país, que se encuentran, al llegar a las puertas de la senectud, ante una realidad económica sombría. En 1848 funda la Sociedad «Humanitaria», cuyo generoso designio era el de «proporcionar a los veteranos de la Independencia un auxilio en los lances más solemnes de su difícil existencia, en la que —como tristemente reconoce Cortegana— no solo la fortuna, sino hasta la amistad y aún el parentesco suelen dar la espalda al desvalido». ¡Lo sabía él muy bien por experiencia propia! Por eso podría agregar más tarde, al solicitar oficialmente el reconocimiento de aquella Sociedad por las autoridades, que «la solicitud provenía de los venerados restos de los que, a costa de sus vidas, hicieron la Independencia del Perú, quienes convencidos de que se hallan atravesando el último tercio de su vida… habían resuelto fijar esta beneficiente Sociedad que hiciera más llevaderos los días de su ancianidad»

Ni se olvidaba tampoco Cortegana de su natal Celendín, por cuyo progreso no había dejado de interesarse un solo instante. Después de activísimas gestiones y trámites burocráticos, en los que le acompañaron varios coterráneos suyos: Don Leandro Pereyra, Don José Burga y Don Manuel Pereyra Merino— lograba ver a Celendín elevada al rango de provincia, sueño que había acariciado tanto tiempo. Redactó más tarde una interesante «Estadística» de aquella provincia, a la que quería ver a la cabeza del departamento de Cajamarca. Consiguió que se inauguraran allí varias escuelas y obtuvo la promulgación de la ley por la que se establecía el primer Colegio de Instrucción Secundaria. Consiguió, asimismo, la instalación de un cementerio y la mejora del servicio de aguas para regadío, y finalmente luchó en vano para que se le reconociesen a su provincia las erogaciones que había hecho para subvenir a las campañas de la Independencia.

No se vería defraudado este amor de Cortegana por su patria chica, por la tierra que le vio nacer, en la Legislatura de 1868, se le elegía como su representante. Existen, además, dos documentos de aquel tiempo que muestran el respeto, la veneración y el agradecimiento de los vecinos de Celendín hacia su ínclito coterráneo.

Tan apremiante y unánime solicitud no fue atendida por el Ejecutivo Nacional, y el Teniente Coronel don Juan Basilio Cortegana —este tratamiento nunca le faltó ni en el uso oficial ni en el particular— enfermo de úlceras gástricas, viudo ya desde hacía varios años y recluido en su modesta habitación de la calle de Malambo, Abajo del Puente, vivía dedicado por completo a la tarea de dar cima a su «Historia del Perú». Único solaz de su existencia era su hija natural, Corina, a la que, como se ha visto por testamento, instituiría heredera de sus menguados bienes materiales.

Sus fuerzas se iban debilitando día a día, sus desengaños no le consentían esperar ya nada de la vida, y en uno de sus accesos de tristeza, escribiría: «El autor de esta Historia no ha obtenido compensación alguna por sus servicios, pues hasta en los ascensos se le ha postergado por los Gobiernos injustos y solo vive parcamente con el haber de la clase en que se ha retirado por el arbitrio y porque no ha entrado en bajas adulaciones ni en guerras intestinas».

Con caligrafía cada vez más deficiente y temblorosa, sigue entretanto llenando folios y más folios de su obra magna, que él mismo acomoda y cose luego, por volúmenes, en forma de cuidadísimos folletos, soñando acaso en que su patria y la posteridad le harán siquiera justicia después de su muerte. Y si ni esto ocurriera, al menos las juventudes nuevas de la patria aprenderán en ella a conocer y amar a su país, enterándose de los heroicos sacrificios y los torrentes de sangre que había costado darles una nacionalidad independiente y poner entre sus manos el timón de sus destinos…

¡Ni esta postrera esperanza de Cortegana se cumplió, como hemos visto! Ignorada, desconocida, transportada al extranjero fue a parar la colección del renombrado acopiador de materiales históricos don Emilio Gutiérrez de Quintanilla, y más tarde a la Biblioteca particular del Ex-Presidente argentino Agustín P. Justo, de donde sería rescatada en marzo de 1945 por el Poder Ejecutivo del Perú para nuestra Biblioteca Nacional de Lima, mediante la oportuna intervención del R. P. Rubén Vargas Ugarte, del doctor Jorge Basadre, Director de la citada Biblioteca en aquel entonces, y del autor de esta semblanza.

En cuanto a sus horas finales las conocemos ya en parte por las gacetillas transcritas al comienzo de estas líneas. Al amanecer del día martes 11 de diciembre de 1877, el estado de su enfermedad se agravó; y a las cinco y media de la mañana, se apagaba su generosa vida. El guerrero de Ayacucho descansaba de sus afanes y desengaños en el mundo.

[Artículo publicado en la Revista Oígaste N° 007 – Edición Julio 2021]

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