Por: César Enrique Chávez Aliaga.

Ojalá me equivoque

José Luis Villacañas, en “Cuarentena Mental”, recuerda que Kant dijo alguna vez que lo más educativo para el escolar era dejarlo media hora sin hacer nada, en silencio, haciéndole descubrir el poder de su interioridad.

El confinamiento tiene, quizá, en lo que fuera pertinente, el mismo poder sobre las personas. Esta especie de destierro de las calles, nos sitúa en el terreno de las interrogantes, en el sendero del asombro provocado por la soledad. Y nos devuelve, inexorablemente, al recordatorio de verdades asaz añosas.

La fragilidad de la vida se nos revela. A diario despertamos, caminamos, repletamos los buses, vamos al psiquiatra, sin reparar en la silenciosa posibilidad de la muerte. Sabemos de nuestra mortalidad, pero raramente la ponderamos sobre nuestros demás pensamientos.

Es decir, cruzamos las calles de la ciudad, a diario, sin reparar la cercana posibilidad de la muerte. Y de pronto, la disposición del aislamiento social obligatorio, nos presenta a la parca tan cerca como la persona con la que conversamos, invisible como el virus que nos acecha.

La fragilidad de la vida nos lleva a pensar en su brevedad. Como si todos los años vividos fueran tanto y tan poco al mismo tiempo. Miramos hacia atrás, redescubrimos nuestros viejos hábitos, los modos antiguos de paliar la soledad, las amistades imposibles de corroer, impermeables al tiempo, a la distancia, a las nuevas costumbres e incluso a la ingratitud no deseada.

Entonces, quizá entonces, traemos tan a nosotros la brevedad del tiempo, lo imposible de su contención, el avance ineluctable del reloj de la vida. Ojalá no descubramos nunca que los días se nos fueron sin el abrazo deseado, sin el te quiero que evitó una lágrima, sin la palabra justa, o el salvador silencio… 

Breve es la vida, como frágil…

Pero lo antiguo y evidente de estas dos verdades, no evita que se nos pierdan entre los pensamientos, a veces más banales, de los hoy anhelados días de “normalidad”: el ruido, la prisa, los autobuses que nos dejan parados a la mitad del asfalto, las campanas eclesiásticas que suenan a lo lejos, los minutos presurosos en los que no caben sesenta segundos, las alacenas impacientes, los despertadores diarios y los desayunos ausentes… Esa especie de venda ocular que nos abarca, pretenderá ser óbice para la percepción de las más simples e importantes verdades.

Lo más seguro es que lo logre.  

Y correremos otra vez, volveremos a repletar los buses, a dejar a medias una canción, a pasar por alto la lluvia crepuscular y a observar la vida desde el bullicio.

Ojalá me equivoque.

[Artículo publicado en la Revista Oígaste N° 008 – Edición Octubre 2021]

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