(Cuento ganador del V Concurso Nacional “El Huauco de Oro”)

      Por Sergio Culpa García

Cuando el viejo se apareció en el umbral, la escandalera de la chichería se detuvo de golpe. Hasta el tonderito que brotaba de la rocola había enmudecido. Y no era para menos. Con nosotros jaraneaba el buen Naquiche, venido de tierras lejanas para trabarse con el más duro. Y el más feroz de estos lares quién sino el viejo, el mulato más famoso de Morropón, por su lustre en las coplas y en el baile. Y antes de que se diga por ahí que un forastero lo vino a arredrar, resolvió ser él mismo quien lo tome por sorpresa y le eche el desafío.

—Aquí mismito estoy, dispuesto a rifarme la diestra.

Tras su anuncio, la borrachera se nos largó de un tirón. Hallándose aún en la entrada del bar, con su figura a contraluz y su traje de chalán, el aspecto del viejo semejaba al de un fantasma, una de esas apariciones que se allegan en busca de un inocente. Desde luego, el viejo venía decidido a todo, pues no había llegado solo, sino que lo escoltaba un hombre altísimo y bien armado, traído seguramente del cerro Pilán. Quisimos advertirle la fecha del contrapunto, que se aguardara un poco más hasta el día central, pero temimos una reprimenda suya por andar libando con el enemigo. Solo Don Chepo, dueño del bar, se atrevió a dirigirle unas palabras:

—No acá, por favor. Esperemos al festejo de la Carmencita, como habíamos quedado.

—Para qué alargarlo, cumpa. Enzarcémonos ahorita—contestó el viejo.

No podíamos desairarlo. Su persona infundía un respeto bien ganado. Había doblegado a cuanto rival se le cruzara en el camino en tantos años. Aun hoy, a sus setenta sigue pegando recio, sino que lo diga el Huaba, su último adversario, un macizo de Las Lomas que perdió en un periquete. Sin más vueltas, hicimos un campo en el bar, pusimos mesa y sillas para los contrincantes y para el hombre espigado. Este, enseguida, desenfundó el arma que llevaba al lomo, exhibiendo su bella guitarra de cedro. ¡Eso es! Porque aquí en tierras norteñas, los duelos son así y no de otro modo: a punta de coplas y al son del rasgueo.

“Cumanana” se le llama al lance de cuartetas. A simple vista parece inofensivo, golpear con el verso al oponente; sin embargo, las apuestas le daban un toque más serio al contrapunto. Había ocasiones en que se apostaba en grande, como un terrenito o hasta la consorte por una noche; otras veces se jugaban el destierro o la servidumbre del vencido por una temporada. En fin, hoy el perdedor debía izar la mano del victorioso. Asunto nada sencillo por supuesto, dado que era la deshonra más grande que se podía sufrir, tratándose de los dos mejores del arte cumananero. Porque el buen Naquiche es otro durísimo. Indio de unos treinta que le hacía honor a su apellido —“caminante” en lengua tallán—, pues había recorrido cada pueblo para someter a los copleros de buena cepa. Dicen que antes de plantarse frente al viejo, se llegó a todos los bastiones del Norte, no quedando contendor vivo.

Aparte de la gloria, su presencia en estas tierras obedecía también a una última voluntad. Su mentor, un negro de Zaña apodado el Demonio, había sucumbido en otro tiempo frente al buen seso del viejo, cumpliendo su palabra de renunciar a las coplas. La pena del hombre apuró su muerte. Había por ello un doble motivo para estar animoso y el rostro de Naquiche lo evidenciaba, aunque palideció un momento cuando escuchó la apuesta del viejo. Ya no había marcha atrás. Sabía que desistir y volverse rendido al terruño sería el acabose de su carrera.

No bien se supo del envite, se corrió la voz por los alrededores. En unos minutos, el local de don Chepo ya lucía atestado. Se trenzaron entonces apenas se hubo designado un tribunal: dos respetados y mi persona, Arturo Chisco, amanuense en el municipio morropano. El duelo inició fuerte, como si un odio inmemorial los comprometiera. La concurrencia vibraba con cada cuarteta. Tan parejo estuvo la riña que se prolongó hasta el anochecer. Solo después de quince rounds la victoria ya tiraba para un lado.

EL VIEJO:

A mí pues me llaman “viejo”

pero no por estas canas

sino por mi gran saber

de la buena cumanana

NAQUICHE:

Cumanero soy también

con justísima razón

porque soy tan buen coplero

como los de Morropón

EL VIEJO:

Desta tierra no sos vos

ni siquiera en el ropaje

No te luce ni mi poncho

¡pobre indio sin linaje!

NAQUICHE:

Me llamarán Morropano

justo hoy por mi proeza

cuando tenga en mi diestra

tu ennegrecida cabeza

EL VIEJO:

No será asunto sencillo

y de eso hay testimonio:

aún nadie me ha vencido

ni siquiera el demonio

NAQUICHE:

A mi maestro domaste

gracias a tu buena maña

Pero el mundo da vueltas:

hoy tu verdugo es de Zaña

Hubo un silencio largo. Todos aguardábamos una respuesta certera del viejo, una contestación que al menos lo pusiera parejo, pero en lugar de esfuerzo su rostro denotaba abatimiento, resignación. Quizá había caído en la cuenta de que mientras más golpeaba, más fieros eran los ataques de su adversario. Para evitar una diferencia más abultada, un “hasta aquí llego” dejó escapar de sus gruesos labios. Prefirió esta vergüenza, aludiendo cansancio, a continuar con la tunda que le estaban pegando y que luego se corriera la noticia por todo el Norte.

Definitivamente, el viejo no aceptaría su derrota, de manera que no estaba dispuesto a levantar la diestra de su rival, tal como estipulaba el pacto. Por décadas se había consagrado como el mejor, no era sencillo dejar de serlo. Sin embargo, después de todo, era un caballero. No iba a faltar a su palabra. Se dirigió a la barra para tomar un filudo machete y sin pensarlo dos veces él mismo se tajó la diestra.

—Es tuya, Naquiche. Nos vemos en la Carmencita— dijo casi desmayándose, ante la mirada atónita de la concurrencia.

[Artículo publicado en la Revista Oígaste N° 09 – Edición Diciembre 2021]

     

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