Por Leyder Vásquez Palomino (*)
Era mal visto por todos los vecinos porque nunca trabajó y por su aspecto: asqueroso, maloliente y recargado de pulgas. A pesar de ello los vecinos nunca hablaron mal de él, solo vivía durmiendo en el corredor, no le importó la ropa ni una buena cena, tal vez no se lo merecía. Tampoco era un loco, sino hubiese estado en un manicomio. Ninguna mujer se fijó en él y a ninguna le dio un piropo, ni se fue a un burdel. Vivía tranquilo, se despertaba cuando lo llamaban a comer. Por casualidad unos profesores llegaron a su caserío Bellavista de Cajén (Sucre), siempre se apiadaban de él, algunas caricias o algún pedazo de pan. Era joven, pero se daba por viejo y por vencido, hasta que los maestros decidieron darle la mejor cena; y, le dieron en el plato del director, plato grande y lujoso con todos los cubiertos: cuchara, cuchillo y tenedor; a su lado su servilleta. A la oración de la noche le llevaron su comida, el seguía tirado en la vereda, solo levantó la mirada sin pedir nada, ni tampoco estiró los brazos para recibir la exquisita cena. Los maestros lo dejaron en el suelo, él empezó a saborear la comida sin utilizar los cubiertos, terminó de comer el último arroz, luego lamió el plato. Por último, ladró de alegría, el perro.
LA MUJER GIGANTE
Ella estaba acostada de espaldas sobre el auto, lo ocupaba todo, no estaba en las cabinas, sino encima, inclusive su cuerpo pasaba de la dimensión del auto. Este no estaba estacionado en una avenida, tampoco en una carretera, para que los transeúntes tengan admiración. Ella y su marido no eran conductores ni lo habían comprado, sin embargo, la señora estaba desnuda, romántica mirando hacia arriba a la espera de ver el cielo y tocar las estrellas, mostrando toda su intimidad. De rato en rato, sentía un dolor causado por los filos del auto, cuando el marido subió sobre ella creció el dolor. Lo peor es que la pareja no se daba cuenta del vehículo, tal vez era fantástico, y, ellos no eran ciegos, la mujer que tremendos ojos tenía, los transeúntes tampoco veían el auto y este era de color blanco, lunas polarizadas, con buenos espejos, pero un poco descuidado y polveado como si lo usara un mocozuelo. El hombre seguía sobre su amada, ella dejaba caer unas lágrimas; el amado pensaba que era un orgasmo perfecto, pero la última lágrima le decía que era un dolor extraño. Cuando de pronto la mujer empujó al hombre y se sentó. El auto estaba allí. ¿Dónde? En la cama pues cojudo.
(*) Leyder Vásquez Palomino. Nació en Celendín en 1982, estudió Lengua y Literatura en la Universidad Nacional Federico Villarreal, posgrado en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos en Docencia universitaria, actualmente es MAGÍSTER, autor de tres novelas: Alma francesa, Las memorias del asno de oro, Verso y Prosa. Publicó 12 antologías en Lima, a nivel internacional publicó Poesía en Argentina (2009) en la Antología en homenaje a Víctor Jara, y en Madrid en la Antología La palabra provocada.
[Artículo publicado en la Revista Oígaste N° 10- Edición Julio 2022]