Por Tito Zegarra Marín

En setiembre de 2019, con Joubert Sánchez, Práxedes Zegarra y Cecilio Aliaga visitamos el valle Huaylla Belén, ubicado en la provincia de Luya, Amazonas, a 2750 m.s.n.m. Hermoso valle andino, convertido desde hace algunos años en uno de los recursos naturales de especial atracción turística para esa provincia y Chachapoyas.

Estar allí, verlo y recorrerlo, nos hizo recordar al valle que se extiende por los bordes de las localidades de Sucre, José Gálvez y otras menores. Sentimos satisfacción por ello y fue pertinente asociarlo con el nuestro: ambos imponentes, llanos y verdes, frescos y límpidos, rodeados de compactos ramales andinos. La única diferencia es que el valle Huaylla Belén luce atravesado por un zigzagueante y vistoso río de aguas cristalinas, y el nuestro exhibe sus bellas pampas y solares orlados de sauces, pinos y eucaliptos. Y algo interesante, antiguamente el valle Sucre-José Gálvez fue conocido como Huaylla, al igual que el valle Belén.

¿Pero, a qué viene esta comparación? La respuesta es muy sencilla: mientras Luya y Chachapoyas valoran ese recurso natural y lo ponen en su reconocida vitrina turística, en nuestros distritos y Celendín no se le da la debida importancia ni se valora sus características físicas, ambientales y paisajistas. Mientras los vecinos orientales saben lo que vale, lo promocionan y aprovechan; nosotros no nos damos cuenta que su envidiable potencialidad podría incentivar el turismo y, por lo mismo, dinamizar en algo la economía lugareña.

Hasta fines de los años 40 del siglo pasado, parte importante del valle Sucre-José Gálvez se encontraba cubierta por una regular laguna. Desecada por esos años, se convirtió en una abonada superficie de producción agrícola, en especial maíz. Sus tierras, que fueron distribuidas como solares a todas las familias (fines del siglo XIX), se veían colmadas con plantaciones de maizales y variedades afines: frijoles, caiguas, zapallos y chiclayos. Importante producción agrícola de cosecha anual que beneficiaba a casi todas los hogares y sus animalitos domésticos. Así, abundaban y se comían choclos, humitas, mote, puspumote, cancha, tamales, panecitos de maíz, manjar de chiclayo y zapallo; y era común criar cuyes, gallinas, patos, chanchos y pavos, y claro, había muchas aves silvestres. Hoy, se extraña esa capacidad productiva que fue sostén de la alimentación local.

Por los años 50, como consecuencia del ingreso creciente de la ganadería lechera y la empresa Nestlé, el valle cambió radicalmente su orientación productiva. De cultivar maizales pasó a sembrar pastizales, de tener animales domésticos pasó a criar ganado vacuno. La producción de leche se incrementó y comenzó a ser llevada en porongos y camiones cargueros a Cajamarca, Chiclayo y Lima, para después regresar descremada y enlatada al mercado y bodegas. Los criadores de ganado lechero concentraron, vía compra, varios solares y poco más adelante se introdujo vacunos mejorados de raza Holstein. Estábamos ante una nueva modalidad productiva que influyó en el modo de vida familiar y local.

Pero el extenso valle, a pesar de esa drástica e inevitable transformación productiva, no cambió de fisonomía ni su expresión externa: siempre lució verde, con sus sauzales coposos y llanos, y notoriamente fresco y espléndido. Por lo mismo, apto para depararnos ratos de satisfacción, esparcimiento y paz espiritual, tan necesarios para nuestras colectividades e incentivar el turismo.

En efecto, el valle, entre otras cosas, permite sentirse feliz y libre de las moles de cemento y fierro de las ciudades; inhalar complacidos su aire limpio casi inexistente en las grandes urbes; caminar a gusto y sin temores por su verduscos y estrechos accesos solariegos; descansar bajo la sombra apacible de sus sauzales; saltar emocionados sus cercas y “líneas” alambradas; contemplar con nostalgia los riachuelos con sus antiguas pozas para zambullirse; gozar del revolotear de sus inmarcesibles garzas blancas, extrañando sí, a otras avecillas que se fueron junto con los maizales.

También, el recorrerlo, permite observar a los hatos de vacas lecheras esperando ser ordeñadas por sus propietarias mujeres; apreciar por sus márgenes a los antiguos y pocos villorrios aún con casas de adobe, y admirar a los erguidos cerros que lo enmarcan: Huishquimuna, Lanchepata, Múyoc, Huasminorco, Huashag, Las Lajas y Chun-Chun Alto a los que tantas veces hemos escalado y de cuyas alturas contemplamos absortos y abrumados la exquisitez de ese pedacito de paisaje andino.

Pero claro, hay algunas cosas que necesariamente requieren corregirse o arreglarse. Entre ellas: reabrir las “líneas” o accesos a los solares que se encuentran invadidos e interrumpidos por malos propietarios, reponer los puentes de madera que de trecho en trecho servían para cruzar los riachuelos, y reconstruir el importante camino peatonal del lado derecho del río La Quintilla, obra visionaria del recordado alcalde sucrense Felipe Neri Zegarra, que por descuido posterior ya no existe o se encuentra intransitable. También, repotenciar y conservar el atrayente parque ecológico El Común, promovido durante la gestión edilicia de Rómulo Machuca Aguilar; construir pozas de oxidación para aguas residuales y, al mismo tiempo, reacondicionar el túnel para hacerlo transitable al turismo de aventura.

Por lo expuesto, considero que este singular valle andino demanda ser proclamado oficialmente como Recurso Natural Paisajístico de la Región Cajamarca, para -de esa manera- conservarlo y dotarle de apoyo técnico y financiero que requiera, en especial, medidas y acciones para que no se deteriore ni destruya. Las autoridades, ediles principalmente, que casi siempre muestran indiferencia y poco interés en valorarlo, deben recambiar muchos de sus criterios y conceptos, para solo así, mirar al valle como un prodigioso e invalorable recurso natural sobre el cual se sostendrá el futuro de nuestros pueblos.

Estoy seguro que por muchas décadas y siglos no perderá su delicioso rostro y encanto natural, y no será devorado ni destruido por el cemento como sucede en otros lugares (valle de Cajamarca y del Mantaro en Junín). Por el contrario, conservará su cabal estructura paisajista y la pureza de ambiente para bien de las generaciones venideras y del impulso al turismo y economía. Sus potencialidades, en ese sentido, son de lo mejor y estarán llanas a ser puestas en valor, sino pronto, algún día en que nuevas mentes y nuevas manos asuman el mando municipal.

[Artículo publicado en la Revista Oígaste N° 10- Edición Julio 2022]

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