Por: Elmer Castillo Díaz
Siempre nos visitaba en los lugares donde anclábamos, Huancayo, Huánuco, Lima. Desde muy pequeños supimos que era el hermano mayor de mamá y eso era suficiente para tenerle respeto y estima. Nos traía y llevaba a sitios lejanos en nuestra imaginación de infantes. Alto, gordo, conversador y con el olorcillo característico de un pueblo más allá de nuestros sueños, hablaba de ese Huauco desconocido y nos sentábamos a su alrededor para escucharlo. Sabía narrar: de personas, lugares y anécdotas, que mamá escuchaba con mucha atención e interrumpía para preguntar por familiares y amistades. Pero sobre todo, nos pintaba el pueblo con esa pincelada de buen artista y sin conocer el Huauco lo teníamos grabado en nuestra memoria con tinta indeleble. Los tíos y primos que estaban lejos ya los conocíamos y los teníamos en el corazón, gracias al tío Porfirio.
El tío Porfirio fue el primer hijo de doña Lastenia Zegarra Aliaga, una mujer muy bella, alta y blanca, (¿habré heredado algo de ella?) pero como la mayoría de los huauqueños; pobre. Quedó embarazada de Manuel Chávez Reyna, quien atemorizó a la familia diciendo que “el hijo que llevaba en el vientre la Lastenia no era de él y pobre de aquel que le ponga su apellido, la iba a pasar muy mal”. La hermana de Lastenia, tía Aurora dijo: “que gran cosa se cree el “Chiquiruna” ese, pues le ponemos Aliaga”, con el beneplácito y permiso, por supuesto, de don Nicanor Aliaga. Así que el 18 de mayo de 1918, se asentó su partida con el nombre de Porfirio Serapio Aliaga Zegarra. A la municipalidad se acercó doña Encarnación Machuca Horna, doña Cucha como la conocían, para inscribirlo en los registros. Su niñez transcurrió en su pueblo ayudando a su madre quien tuvo dos hijos más, Andrés y Rosalía; se sumaron a estos, pues sus madres fallecieron y a otros los abandonaron al cuidado de la abuela: Olga, Julio, Andrés chico y Aurorita que murió siendo niña. La vida del pobre es muy dura y seis criaturas no era broma. La abuelita se las ingeniaba para darles de comer, vestir y mandarlos a la escuela. Estando aún jóvenes y niños, doña Lastenia, no pudo seguir más con ellos y partió al más allá, dejando en la orfandad a los críos. Uno a uno fueron saliendo del pueblo a buscar alternativas que la costa, en esos años, le ofrecía a los jóvenes. El primero fue Porfirio, que vio la posibilidad de ingresar a la Benemérita Guardia Civil del Perú, en esos tiempos conocidos como gendarmes. La Escuela de Guardias quedaba en el jirón Conchucos, Barrios Altos en la ciudad de Lima. Sus hermanos, pues los seis se consideraban hermanos, partieron a sitios lejanos en busca de porvenir, solo Rosalía se quedó en Sucre a la espera de su hermano Porfirio, quien cuidaría de ella.
Su paso por la Benemérita le trajo grandes satisfacciones, donde aprendió la cruel y penosa realidad de los sitios donde le tocó servir: Huaraz, Huallanca, Pallazca, Pomabamba, Cajamarca. Siempre con la hermana a cuestas, era la promesa que le hizo a la abuelita Lastenia. Uno de los hábitos que adquirió en su trajinar por los pueblos, donde la superioridad lo destinaba, fue la pasión por la lectura, siempre estaba con un libro bajo el brazo y posiblemente ya escribía algunos fragmentos de lo que más tarde sería su gran pasión: el drama. Separaba sus soles para adquirir sus novelas y llegaba a vivirlas con emoción, pues siempre lloraba al leerlas o reía a carcajadas por las ocurrencias de los personajes, todo un caso.
Retirado de la Guardia Civil, se dedicó por completo a viajar y adquirir obras de drama y a la vez era solicitado por los conocedores del arte, en su mayoría profesores de centros educativos para dirigir las olvidadas “veladas”. Se paseaba cual fiera enjaulada alrededor de los principiantes a histriones. De la solemnidad podía pasar fácilmente a la locura y de la risa cachacienta, perversa, al llanto a moco tendido. Siempre estaba invitado a declamar poemas alusivos al día de la madre, que era su fuerte.
Las extravagancias no podían faltar en el tío Porfirio, con el pasar del tiempo y sumado a una diabetes progresiva y agresiva, se volvió una persona que el menor ruido le parecía mal, sentado en su perezosa se pasaba el día escudriñando sus escritos y atento a cualquier ruido. La enfermedad le avinagró la existencia haciendo un vía crucis para los allegados de su alrededor.
La cocina quedaba junto al huerto, casi a la mano teníamos una hermosa y gigantesca planta de rocotos, tal vez por eso toda la familia es rocotera, todo el año floreaba y, ¡demonios!, como picaban. Un día de esos regresábamos del colegio a mediodía, al pasar al comedor nos impresionó el vacío que había dejado la planta de rocoto, no estaba, literalmente la planta había sido extraída de raíz, un gran hueco quedaba como testigo de tamaña crueldad, no podíamos creerlo, escapaba a cualquier conjetura. Sentimos gran pena, algo nos había sido arrancado de nuestras comidas. Una tarde, cuando lo vi de buen humor, me acerqué a preguntarle el porqué de la plantita de rocoto: “hijo, ya estaba cansado que todos los días viniera la gente a pedirme, tío Porfi un rocotito por favor y ya no los soportaba, ahora a ver si vienen”, su carácter había cambiado diametralmente.
Afuera, frente a la escuela, la casa estaba protegida por una cerca de metal que fácilmente se podía sortear con sólo levantar las piernas, había un gran árbol de durazno que en su temporada se llenaba de esos ricos manjares que mamá los preparaba en mermelada y llevábamos otros en los bolsillos al cole, dándonos el lujo de compartir con los compañeros. En los recreos de la escuelita, los niños salían presurosos y muchos con hambre, no habiendo cosa más rica que subirse al árbol y jalar los sabrosos duraznos que se les ofrecía a gusto.
De tamaña aventura, y travesuras, tío Porfirio, se había percatado, así que cuando escuchaba las campanadas de recreo a duras penas salía para cuidar su tesoro, varilla en mano, los niños al verlo daban media vuelta y se iban a jugar por otro lado. Una mañana fría que había caído la helada por la madrugada, tío Porfirio, con ayuda de su eterno bastón salió a abrigarse temprano. ¡Oh sorpresa!, encaramado en el árbol, cual chimpancé, se encontraba don Salatiel Aliaga, director de la escuela, quien al ver a don Porfirio quiso que se lo tragara la tierra. Por supuesto no la emprendió a golpes con tan singular personaje, pero su desazón hizo mella en él. Esa misma mañana mando llamar a tío Hugo para que saque la hermosa planta, solo quedo un hueco, adiós mermelada y los bolsillos llenos del rico fruto.
La diabetes iba en aumento cada día, las úlceras que tenía en la pierna necesitaba de cuidados profesionales. Como era titular de la Sanidad de la Policía, muy bien podría haberse ido a atender, pero era orgulloso y con el carácter que tenía se resentía y resistía cada vez que se le nombraba ese tema, tanto así que un buen día dijo que se iba de viaje a Chiclayo para que lo atendiera su hermana Olga. No se sabía nada de él, imaginábamos que tía Olga lo estaría atendiendo bien, pues era conocido que de dinero no podía quejarse.
Al cabo de un mes y medio recibíamos una llamada telefónica comunicándonos que fuéramos a Cajamarca a recibir al tío que estaba internado en el hospital de la ciudad del Cumbe. Las úlceras de la pierna ya habían producido una septicemia y era muy difícil salvarlo. De sus manos recibí un papel que me causó gran impresión: “¿Quién ha cambiado mi pueblo? Las casas son más chicas, los techos más bajos; las calles más estrechas. Yo encuentro a mi pueblo más pequeño, más viejo, más triste”.
El 3 de marzo de 1990 su enfermo organismo no soportó la debacle de tan terrible mal, sumado a la infección generalizada, expirando en tierra ajena junto a su hermana menor que lo acompañó en sus últimos momentos. Su sobrino Lindenberg Silva Chávez, médico de profesión estuvo a su lado atendiéndolo y ayudándolo a sobrellevar su doloroso mal.
[Artículo publicado en la Revista Oígaste N° 001 – Edición julio de 2019]