Escribe: Félix Aliaga – UNMSM.

A Heidegger, Borges y Sztajnszrajber

Os escribo seres inmortales, contaré mi historia para dar sentido a mi vida y la contaré con mi muerte. Inmortales digo, quién no más que ustedes que son los que no tienen la experiencia de su propia muerte, y su vida es eterna en su propia finitud temporal, lo que yo en cambio –alma mortal– no he gozado, y acá me encuentro hablándoles.

De nombre me pusieron Vanesa, mi existencia –como la de ustedes– se ha estructurado en medio de dos hechos irracionales y que no pedí: el nacer y el morir, que encerraron mi alma; antes y después he sido yo, siempre fui yo y no Vanesa. Nací, en la vida terrenal, hace 35 años, cómo es que el tiempo nos define, cómo determina nuestras condiciones de vida; si tan solo hubiese sabido que eran 35 años los que cumpliría en el terrenal tránsito, y no 70, 90, 100 o unos 200 años, a qué edad hubiese comenzado a estudiar o dejaría de hacerlo, a qué edad me comprometería, o quizás en una existencia perenne se me habría alivianado el sentido del todo, banalizado, vería el Aleph1.

Me enamore de Luis –o mejor dicho de la proyección de él, siempre nos enamoramos de sus proyecciones y no de las personas en sí– mi esposo, a los 21. Nos habíamos conocido en el colegio, tenía como suena la canción, “en sus palabras calor y frío de invierno (…) corazón de poeta”, apolíneo2, y así llegó el amor, y lo trágico de este sentimiento, que uno no puede no amar; unos años fue mi prioridad, esa que nos enajena, cuando el ser se desapropia de sí mismo. Luego cambió su proyección, cuánto puede cambiar una persona, cuándo podemos decir que ya es otra; y con tristeza tenemos que aceptar la partida, decir adiós a ese ser, para encontrarse con él tan solo en las sombras de la conciencia, aunque esté físicamente al lado nuestro, resignarse a la realidad que ella no es más en su esencia la de otro tiempo.

La pasión con Mario, fue hace 02 años en mi vida terrenal; nos equivocamos en definirnos primordialmente como seres racionales cuando la primera relación que entablamos con el mundo es ante todo afectiva y luego, tan solo luego, racional, los dioses nos hacen padecer, somos su objeto. Mario era la antítesis de Luis, lo conocí en la fiesta de una amiga, amigo de las noches de embriaguez, dionisiaco, infractor de normas; con el amor orgiástico, el que no personaliza, en el que no individualiza. Como saber que tomé las mejores elecciones, si el ensayo es la gran y única presentación que tenemos, elegimos y dejamos a infinitas otras posibilidades, tenemos las de perder en ese juego azaroso en el que se nos ha lanzado, y la posibilidad única que no se concreta en nuestra vital existencia, aunque se efectiviza, es la muerte.  Tratamos de elegir lo que nos conviene, y nos engañamos cuando nos apasionamos, nos peleamos con lo que nos parece lógico, hacemos lo que no conviene.

Aquella noche dejé a mis hijos con Luis, Mario había llamado, y como siempre elegí, inventé la excusa de una urgente reunión de trabajo, era cumpleaños de un amigo y un restaurante bar que fungía de discoteca abrió clandestinamente, a la hora en que el toque de queda iniciaría. Me recogería a unas cuadras cerca de la avenida Universitaria, en unos minutos llegaríamos al paradero final de mi vida, al que siempre llegamos a destiempo. ¿Debemos cumplir las normas?, nos llevan a la trascendencia, las religiosas; su objetivo será el bienestar general, en las sociales; esta vez la sanción sería elevada, el término terrenal de mi existencia. Mis hijos, Luis, debo pensar en el bien o en el mal, o mis elecciones estuvieron más allá de eso; en el amor busqué la inmortalidad.

Ahí fue donde creé mi historia, esa que solo podemos formar –como en todas– cuando acaba, y la mía, la que les presento. Bailamos y bebimos, sumergiéndome en la cotidianidad, hasta que entró la policía, Mario con la tempestiva estupidez característica, comenzó a arrojar botellas, salí del lugar por la angosta salida rumbo a la escalera, la puerta se encontraba cerrada; y la fiesta de multitudinarios egoísmos, fue consecuente con la abrupta escapatoria de las personas pisoteando a otras, el humano en su natural estado, ejemplo gráfico de la sociedad sodomita; sentí la presión corporal, el aire se agotaba, me ahogaba, mi ser se desvanecía, sentí una especie de energía espiritual que de las extremidades llegaba hasta el mismo corazón, dormí.

Desperté y perdón, ya no puedo seguir describiendo el lugar en donde me encuentro, nada de luces o lugares blancos, nada de colores ni de objetos, nada del mundo, nada que pueda expresar en palabras, esas que solo nos permiten referirnos a la vida, nada de sentidos o emociones.

¡Qué recuerdo elegir para la eternidad! Voy camino al Leteo3.

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1 Aleph es el lugar en donde están todos los lugares del mundo, vistos desde todos los ángulos. Su diámetro es de alrededor de dos o tres centímetros, pero todo el cosmos está ahí, sin hacerse más pequeño, escribió el escritor argentino Jorge Luis Borges, en el cuento “El Aleph”.

2 El término «apolíneo» fue introducido en el discurso filosófico por Nietzsche, en su obra “El origen de la tragedia”, refiriéndose al componente luminoso, mensurado, racional que, en la tragedia griega armonizado con lo dionisíaco (que poseía caracteres opuestos), contribuía a hacer de ésta la expresión serena y elevada de la relación de los griegos con la vida y con la naturaleza.

3 Del río Leteo, río del olvido entre los griegos. Creían que se hacía beber de este río a las almas antes de reencarnarlas, de forma que no recordasen sus vidas pasadas.

[Artículo publicado en la Revista Oígaste N° 005 – Edición septiembre 2020]

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