Por: Manuel Sánchez Aliaga
El ajetreo empezó a las seis de la mañana. Dos mujeres, después de haber liberado primero del polvo y de telarañas las paredes y los cielos rasos, barren la casa esmerándose en no dejar rastros de basura ni en el más escondido y difícil rincón. Enseguida, provistas de baldes de agua y de trapos, repasan la limpieza con el propósito de dejar albeando el amplio patio y los corredores empedrados, así como los pisos de las habitaciones entabladas, que luego brillarían como espejo con la cera.
En la cocina, en el traspatio y en los corrales, la bulla y el ajetreo son mayores. En afanes de no dejarse atrapar, las gallinas en su aleteo y cloqueando al correr, y el chillido de los cuyes en su huida, contribuyen al alboroto. Pero una vez capturados y seleccionados los mejor cebados, pasan al cuchillo de una empleada, hábil en esta clase de enojosas tareas, que corta sus cuellos haciendo chorrear su sangre en el lavadero. Otra se encarga de pelarlos y dejarlos listos para su preparación. Una cuarta, muele en el batán el ají, los rocotos, los ajos, el maní, el culantro y el huacatay, conocido en lares celendinos como tchitche1, a usarse en los diferentes aderezos. La más joven se encarga de otros detalles: pica la cebolla, el perejil, el apio, la hierbabuena; bate huevos, cierne harina, que va separando o echando junto con calculadas porciones de sal, de cominos, de pimienta y demás ingredientes, en tazones, cazuelas, potes y cacerolas, de acuerdo a las indicaciones de la experta cocinera. En el fogón, en un arsenal de ollas y peroles hierven ya las carnes de res y carnero, papas, yucas, camotes, repollos, beterragas, zanahorias y otras verduras que servirán de guarnición en el almuerzo. Mientras, el arroz va secando a fuego lento en la olla de tierra destinada exclusivamente a ese menester. El lechón se asa en el horno.
Entretanto, en la parte delantera y principal de la casa ya limpia, unos hombres y dos chicas zalameras disponen con orden y pulcritud los muebles, adornándolos con tapetes tejidos a crochet, para su mejor lucimiento. Ponen finas cortinas en las ventanas y arreglan las paredes de la sala y del comedor con pinturas y cuadros enmarcados. El de la Última Cena ha vuelto a ser colocado, ya reluciente, en la parte principal del comedor, y al centro, la mesa señorial donde se han distribuido con delicadeza y buen gusto (cuidando guardar las distancias señaladas por la etiqueta), las servilletas, las garrafas, vasos y copas para el agua, el vino y el aperitivo, la más fina vajilla de losa inglesa, la de plata para el café, los cubiertos y demás utensilios, cuyo resplandor compite con el de la cristalería de roca.
Desde el jardín central del amplio patio y de las macetas colocadas sobre los pretiles de los corredores que lo rodean, las flores exhalan su aroma dejando percibir su suave perfume en los más alejados ambientes de la casa. Sí, ya todo está listo.
Sí, pareciera que todo ya está listo. Pero, no. Aún faltan detalles: hay que tender la alfombra roja de la iglesia matriz usada en grandes solemnidades y gentilmente cedida por el párroco, desde el umbral de la entrada hasta la sala, y arreglar el mejor sillón tapizado de terciopelo granate como si fuese un trono bajo elegante dosel de raso y de damasco. ¡Ah!, sí. Urge colocar largas ramas de palmeras formando arcos tanto en la entrada, al final de zaguán y en la puerta de la sala, y, en el centro de cada uno de ellos, canastitas llenas de pétalos de variadas flores y de papel picado para hacerlos caer en el momento preciso sobre la cabeza de quien va a ser objeto del agasajo, jalado con disimulo (para la sorpresa), del cordel dorado que inclinará cada una de las diminutas canastas.
Don Fernando está contento. Ha supervisado se ultimen todos los detalles, cuidando que nada falte.
A las doce del día, bien afeitado, embutido en su mejor traje y oliendo a fina agua de colonia importada, espera en la entrada en actitud protocolar y digna, en compañía de uno de sus más íntimos amigos.
– ¡Ya es hora que lleguen!, se dice, constatando la hora en su fino reloj Longines tres tapas de oro, sujeto por gruesa leontina también de oro macizo, que saca de rato en rato del bolsillo del chaleco de paño cuidadosamente abotonado. Sí, ya vienen, suspira aliviado.
Su mirada ha ido a la esquina cercana a su casa. Dos damas, con el polvo del camino adherido a sus ropas aparecen montadas en dóciles jamelgos cansados. Cuando detienen sus acémilas a la altura de la casa engalanada, el amigo, solícito, va a ofrecer sus servicios en su descenso a la más joven, mientras don Fernando corre presuroso a coger las bridas y el estribo de la cabalgadura en que llega la más vieja. La ayuda a desmontar con grandes muestras de cortesía; se asegura que sus pies toquen con firmeza el suelo, y entre exageradas venias y genuflexiones a lo largo de su recorrido, la conduce de la mano por sobre la alfombra, desde la entrada hasta el trono que espera en la sala, digno de una reina, cuidando de que reciba en su paso el baño de pétalos de las fragantes flores, debajo de cada arco. La hace sentar, y mientras le entrega un enorme ramo de rosas rojas, símbolo de amor, desde un brasero estratégicamente colocado a sus pies, se elevan odoríferas volutas de incienso, de almizcle y de espliego, envolviéndola como en celeste nube espiritual.
Cumplida esta parte de la ceremonia, la invita, dándole el brazo, a acompañarle hasta el comedor que los espera, haciéndoles salivar con los aromas del suculento banquete ya dispuesto en fuentes provistas de grandes cucharones, cuchillos y tenedores hechos de la más fina alpaca, y la hace ocupar el lugar privilegiado, frente a él, en la otra cabecera de la mesa.
El aperitivo, el agua y el vino se escancian, se sirve en los platos la ensalada; luego vendrán la sopa y los variados platos fuertes del almuerzo. Todo a cargo de los hombres que ayudaron en el arreglo de la casa y que ahora, vestidos para la ocasión, fungen de bien entrenados y expertos camareros.
Realmente, tanta magnificencia, tanta parsimonia, son una caricatura, un remedo, una ridiculez que la vieja dama abrumada por el sorpresivo ceremonial y la multiplicidad de atenciones tanto tiempo ausentes en su vida cotidiana no ha logrado percibir. Embriagada, no ha detectado la ironía, sintiéndose más bien ser por fin objeto del reconocimiento y atenciones que su valía y dignidad demandaban, por lo que, satisfecha desde el principio, ha hecho sentir su contento, su asombro, con exclamaciones de fingido enojo, pidiendo se le aclare, se le explique, por qué tanta atención, por qué se la humilla así, se la engaña, se la adula, a ella, la pobre que no vale nada…
Don Fernando, copa en mano, modula en solemne brindis inicial y aclaratorio, la justificación de su comportamiento:
– ¿No dice usted, querida suegra, que no la quiero? ¿No anda usted todos los fines de semana lloriqueando por todos los rincones haciéndome oír que yo la desprecio, que no la atiendo como se merece y que hago lo posible por hacerle imposible su vida? ¿Qué, seguramente, por un lado, me alegro los lunes cuando usted va a acompañar a su amada hija, mi esposa, a su trabajo en el campo, y por otro lado me entristezco los sábados cuando regresan porque voy a tener el suplicio de soportarla a usted otra vez hasta los lunes? ¿No he tratado siempre de hacerle comprender que la amo como a una segunda madre y que, a veces, por mis ocupaciones no puedo dedicarle el tiempo que usted quisiera para hacerla entender que la adoro de verdad? ¿No viene usted pregonando por todas partes y a los cuatro vientos que mi indiferencia la mata y la maltrata, haciéndome quedar como un desalmado ante el vecindario? Tal vez, ahora, esté usted satisfecha y se convenza de una vez por todas que sí la quiero. Le ruego entonces que sea justa conmigo y que no la vuelva a oír reprochándome por herirla con mi indiferencia, tan lejos de mi intención. Por eso, para que deje usted de renegar, de gemir y de llorar, no he vacilado en rendirle mi más cálido homenaje, que no viene a ser sino la palmaria expresión de mi cariño y sincero amor.
– ¡Salud entonces por usted, amada suegra! ¡Salud, mujer, amigo mío y complaciente servidumbre, salud, para que de hoy en adelante y por siempre reine la apacible felicidad que anhelo, no saben desde cuándo, para este modesto hogar!
[Artículo publicado en la Revista Oígaste N° 006 – Edición enero 2021]