Por: Jorge Wilson Izquierdo

Referían los ñaupas que el cristalino río Dúngul en el barrio El Cumbe, Celendín, tenía en sus riberas arbustillos de lanche, azucenas, chilcas y yerbasanta, donde pirueteaban turriches y reptaban lagartijas en musgo y hojarasca. Aparte de los arácnidos y culebras, por las noches, arriba, en El Mirador, salía el misho cabrunco, gatazo negro con un reflector en la frente, yendo de un lado a otro en la oscuridad.

Y comentaban de los duendes con algo de temor: que eran muy hermosos, con cabellos dorados y ojos azules copia del cielo… Cuando los chicos iban solos se dejaban ver; pero, de aparecer algún adulto, se zambullían veloces al agua. Y si no, el duende paradito, ofrecía una bola de oro reluciente: si alguno la recibía, los dos se hundían en la poza para siempre.

A Raúl casi le pasó así, pero, como se persignó antes de caer al agua, se salvó, quedando muy aterrorizado. Tres noches soñó al duendecillo de la mano de su madre que era la Ninfa del Dúngul: le pedían que vaya al río para recorrer su palacio, jugar con mariposas, le den dulces y juguetes, que no tenga miedo. La Ninfa era más hermosa que una princesa y ofrecía también la bola de oro.

Tanto fue que una mañana Raúl se despertó gritando: “¡mamáaaa, me llevan, me llevan!” Logró ella calmarlo y él recién contó lo sucedido. La señora dijo:

“¡Ah, tú te has quedado allá, hay que hacerte limpiar!” Y un martes, un viernes y otro martes, lo limpió la viejita doña Trine con alumbre, velas y restos para que los malos espíritus lo dejen en paz. En el alumbre que echaron al fogón hasta que amanezca, salió clarito el duende con la bola de oro y a ese cuerpo esponjoso arrojaron aguas abajo… Y así Raúl fue liberado de esos seres que tentaban sus sueños.

QUIEBRA DEL SILENCIO

Durante la huelga magisterial de 1979, dos sutepistas que colocaban propaganda al amparo de las tinieblas de la noche -en ese entonces no había luz pública-, oyeron que desde muy lejos avanzaba un tropel de caballería en confuso rumor de voces roncas. Del Jr. Dos de Mayo, los profesores pasaron a una calle lateral, mientras la cabalgata por la plaza de armas acentuaba su carrera: unos 50 jinetes en buenas mulas que sacaban chispas del pavimento. El estrépito atravesó el largo jirón hacia el sur, jadeantes los fogosos animales con arres persistentes… Tras el tropel aparatoso que se difluyó en ecos cada vez más lejanos, se perdió por la subida a San Cayetano. Volvió el silencio multiplicado y con mayor sobrecogimiento misterioso.

[Artículo publicado en la Revista Oígaste N° 004 – Edición julio 2020]

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