Por: Jorge Wilson Izquierdo.
En pocos meses, Celendín cumplirá 200 años de su independencia, juventud y esperanza, en contraste con aquellos pueblos milenarios de historia. No sabemos si estas esmeraldas de fértiles tierras, serán las mismas que vieron nuestros prehistóricos antepasados. Si estas lluvias, nubes y vientos habrán voraginado infinidad de veces hasta ser aprehendidos por sus liridas y músicos incipientes. Celendín, borla de viaje y viajero mismo, campamento de solaz o ilusión ambigua aflorando en cancioneros:
“Lirio gentil que floreces
en las selvosas praderas
que se extiende a las riberas
del coloso Marañón.
¡Celendín, patria adorada
precioso edén encantado
por ti siempre enamorado
latir siento mi corazón!”.
(Pedro Ortiz Montoya, 1915)
Campesino, poncho habano de ribete oscuro, sombrero que ondea lejanías, cayado de chonta o lloque y machete defensivo; tosco pantalón de lana y llanques que de ir o venir, saben del barro, pedregal o arena. Y en su alforja curtida de semanas, sus fósforos y ración. Rostro patilludo y un bigote a lo Führer alemán. Lo antiguo y moderno amalgaman falda, fondo y fustán vaporosos con blusa kimono; erguida de cuerpo, la fémina expone sus pantorrillas que palpitan travesías, lomas y hondonadas que con azul éter a la redonda, conjugan sus sueños de vapor:
“Como cinta de plata
cual un lazo amoroso
va ajustándose el río
la cintura de la pampa
y entre sus remansos
nos trae caricias
y de todo nos lo da
y llevándose canciones
se aleja y se va”
(Elene García Vega, 1946)
Correntadas se despeñan crisposas, refrescantes, del Sendamal, Jadibamba, El Toste o La Llanga con sus agrestes orillas, huidizos los deliciosos shagames de anchas cabezas y barbas laterales. En acueductos, pececillos plateados y en los valles exprimiendo los trapiches el guarapo que será miel, chancaca y melcocha. Los batracios braceando de pozo en pozo, al lunario saludan nocturnos al manto estrellado:
“Dios en medio de alegría
y con su mano indulgente,
formó un pueblo que sería
faro de luz reluciente.
Te saludo reverente
y te envío una guirnalda
del color de la esmeralda
para coronar tu frente”
(Celinda Pereyra Salas, 1949)
Las golondrinas –aquí guayanas-, “precursoras de la primavera”, tal abordó Sarita Montiel en incontables septiembres, gorjeábanse en los tejados musgosos o en los hilos de la luz y ágiles pero suaves, al verter rasantes sus pechitos blancos por las calles desoladas en un mapamundi de vivas. Son amor, ausencia, retorno. Saben de cielos que facultan horizontes:
“Las puertas medio cerradas
se abren,
el Sol saltó de la acequia.
¡Sino hay mejor chocolate
que el de doña Teodelinda!
Así se endulza la vida
sea pobre o sea rica…”
(Julio Garrido Malaver, 1966)
Adentro, los valles trabajados o en inhóspitas jalcas donde el frío quema la cara y el ganado redivive, emana aquel olor a surco nuevo; allí donde tras llover, aparece un gajo de oriente medio; allí, esgriman graznidos de liclichos, buitres, cargachas, apalinas, chinalindas. Y lo rural se acontece en su temperar:
“Es el ocho de septiembre
hay una fiesta campestre
en la plaza San Martín,
de gran bombo y de clarín.
Desde la aurora del alba
familias de José Gálvez
en alegre romería
transportan chicha y tamales”
(Pedro García Escalante, 1967)
Estrían rebaños cuando al gualte alisa el viento bajo la heladumbre que lejos los hieráticos bustos, sangran arrebol veraniego o débiles celajes, evangélicos, contritos. Los caminos se reatan o distienden en una wincha de tiempo; pero, al fin, llegan a la huérfana chocilla con mashuas, ocas, ollucos y alberjales escarchados. Todo evasivo; el pacato asno, sumiso el buey, perdiz fugaz. La chocilla de piedras y barro, palos, tiene su capot de paja donde sigilosas arañas, lagartijillas o alguna sierpe, se agazapan, conviven y depredan. El aire se arrebuja y silba; el tuco malagüero y pardo se va…
“He subido a San Isidro
tu cerrito atisbador,
y desde allí ya contemplo
tu paisaje encantador.
Hileras de blancas casas
con romántico balcón,
ponchados de rojos techos
y de humeante fogón…”
(Elva del Carpio Merino, 2002)
Las piedras inmutables oyen a su adentro. No suspiran, pero habitaron tentáculos insomnes. La piedra caliza acaba en el poro quiebrapenas, auditando a los gentiles. La piedra agorume abre arenosa su víscera rojiza. La montaña crispada, guarda reptiles, roedores e insectos. La callejuela habitacional, broquela cañerías, fogones y batanes. Y la mitológica Placa de Múyoc, de La Chocta, soplo de algún dios pagano o la granítica del rayo; piedras que han sangrado en curvas de silencio:
“En la última serranía
del recio norte peruano,
hay un diamante engastado
con singular maestría,
porque el Joyero Divino
al forjarlo se esmeró
y para ello escogió
de su material el fino…”
(Luz Chávez Mendoza, 1983)
Y aquellas devociones festivas del Miriles al Musadén, del Jadibamba al Marañón en la onda de cada fecha, herencia chapetona y en otras sumisas en retablo estatuario. Vísperas, procesiones, fuegos fatuos, horas de baile y de lidia, misas, pastoras, gallos, carreras pedestres y de ruedas, agrandando al éter el mugir de los toros sagrados:
“Danzas con son ardiente
en las calles y cantinas
a ver si alguien se anima
obsequiarles aguardiente.
Llegada la despedida
con el toro que va y viene
entusiastas sin medida
a la octava se retiene…”
(J. Isabel Rodríguez D., 1963)
La fisonomía cambió poblacionalmente, barrios yertos y caseríos ajenos. Campiña llena de añoranzas que nunca pasarán. La Feliciana y La Alameda en la ruleta de ir o quedarse, no se sabe. La Breña se resiste a perder su nombre. En fin…
“San Isidro la colina
un mirador excelente
a la tierra celendina,
pueblo bello y decente
y nuestra avenida El Cumbe
y sus hombres “mejicanos”
con su decisión dan lumbre
y buen ejemplo de hermanos”
(Rosa Silva Velásquez, 1978)
¡Ah, shilico, hermano, correcaminos, patacalata, pateperro, del “aquisito nomás”, para ti no hay distancia grande, estás en todas partes, siempre de paso, hombre de la “tristeza inconsciente de todas las partidas / y la impaciencia de todas las llegadas”, en voz de una poetisa centroamericana; chispa de gracia, genio de Simbad y caricaturista. De zorzal corazón:
“Los astronautas llegaron
madrugadito a la Luna,
gracias a un celendino
conocedor del camino.
Los platillos voladores
lo inventaron los shilicos
los gringos tienen cohetes
para no quedar tan chicos”
(Melquecidé Montoya, 1980)
El Cumbe, atalaya para ver el Sol todas las mañanas, custodia la tradición del sombrero con sus tejedoras, compostura y negociantes que recorren “las provincias” y los mares allende. Sombrero, débil escudo contra la pobreza. Forma, arte, estilo y calidad. Repertorio de hormas, cajón y azufre para blanquear, goma y plancha al carbón (gallo o de tubo). Sombrero de unción monumental, de amparo y soledad:
“Celendín una estrella
de vivo fulgor azul,
su cielo viste de tul
o entre gracias destella,
a cada paso una huella
a cada brisa un aroma
del cebadal a la loma
y por tal belleza ahora:
¡Pequeño cielo atesora
arrullos de una paloma!”
(Jorge Wilzon Izquierdo Cachay, 1981)
[Artículo publicado en la Revista Oígaste N° 005 – Edición septiembre 2020]