Por: Los 12 del Einstein (5to grado – promoción 2017)

Hablar de fiesta es una bella, maravillosa y apasionante experiencia, que no solo nos acerca a la expresión de valores y sentimientos; sino, sobre todo a la celebración, tradición y pasado, con proyección al futuro.

Como dijera Francisco José Alonso (sociólogo español), “la fiesta rompe la monotonía, suspende el ritmo de la vida cotidiana, es algo esperado y ansiado, que aglutina una comunidad en torno a una celebración y sus preparativos, muestra lo mejor de sí a sus visitantes y convoca a sus hijos lejanos al retorno y el encuentro familiar”. Allí es cuando la fiesta se convierte en ruptura cronológica, buen ocio, alegría, celebración, juego, gratuidad, fantasía, exuberancia, gastronomía, música y bailes, disfraces, expansión espiritual y muchas otras expresiones culturalmente ricas y valiosas.

Entonces si esto ocurre, la fiesta pasa a ser un elemento importante de la vida de una comunidad. Un pueblo que las celebra tiene la capacidad de asimilar los acontecimientos y avanzar confiadamente hacia el futuro. Un grupo humano que ha perdido la fuerza de sus rituales carece de pasado, presente y futuro, ha perdido su contexto y su referencia. Celebrar requiere recuerdos comunes, esperanzas colectivas, vitalidad, integración, participación; es tiempo de alegría, de paz, de bienestar unido al ajetreo propio de la fiesta. Si a un pueblo le quitáramos sus celebraciones, lo acabaríamos, se consumiría en un presente sin esperanzas: perdería su pasado e identidad.

En este contexto, nuestra sabiduría popular nos dice que Celendín, este pueblo de mujeres bellas y hombres trotamundos, se caracteriza por ser uno de los más fiesteros de la región. Este merecido título desecha todo argumento de aquel infausto dicho que señala que “todos los shilicos somos tacaños”. ¡No señor!, sino ¿de dónde sacamos para divertirnos todo el año, empezando desde enero con nuestro Niñito de Pumarume, hasta las fiestas navideñas que tienen más de una Nochebuena?

Pero sin duda, aquella fiesta que nos identifica es nuestra esperada fiesta patronal. Mucho antes de julio, todos los shilicos se preparan para recibir a nuestra santa patrona, la Virgen del Carmen, quien no puede pasar por las calles en procesión, sin antes estar las casas pintadas, con ese rústico pellejo de cordero y tierra blanca del telúrico Shururo, que le dan un gran aire de tradición.

Julio en Celendín, es sinónimo de fiesta y regocijo. Las calles se cubren de bellos y coloridos banderines mientras la gente se prepara confeccionando sus maravillosas alfombras por las que nuestra Patrona hace su recorrido. El sonido de las bandas de músicos acompañadas con estruendosos cohetes, anuncian la quema de vistosos fuegos artificiales deleitando los espíritus de familias enteras quienes, en masa, acudimos a nuestra Plaza Mayor para disfrutar de fervientes novenas, bailes sociales, de encuentros y reencuentros entre amigos, familiares, desconocidos y de mucha música tradicional.

Pero, ¿te has dado cuenta que de un tiempo acá la fiesta de ahora no se compara con los relatos de nuestros padres y abuelos? Hoy en día durante los días de fiesta, nuestra histórica y cautivadora plaza mayor es invadida -en las noches de víspera- de cerros de cerveza que contrastan, contradictoriamente, con la belleza del lugar, y que dejan, no solo mal aspecto, sino que también, impregnan una mala imagen en los turistas, especialmente en nuestros paisanos que vuelven del extranjero.

Tras la farra y el alboroto de fiesta, Celendín amanece -en sus dos días centrales de celebración- convertida en un enorme basural; deplorable espectáculo que denigra el verdadero espíritu de los actos festivos de nuestra celebración patronal. Fétidos olores e inmundicia en cada esquina, sobrecargan las faenas en las dóciles manos de sufridas barrenderas que ven duplicado su trabajo por culpa del desborde de nuestra apoteósica fiesta patronal.

Así pues, nadie se muestra contrario al expendio y venta de bebidas alcohólicas, siempre y cuando se respeten las normas municipales que prohíben la venta de licor en espacios públicos, tal como ocurre en “el pueblo de las mil y un fiestas”. No olvidemos que nuestra plaza mayor constituye el rostro visible de este hermoso y querido pueblo, es nuestra mejor carta de presentación ante el mundo; y, lo más primordial, es el sitio del reencuentro con la Virgen de quienes todavía creemos en ella.

Asomarse a nuestra identidad cultural a través del prisma de las tradiciones, de nuestras fiestas costumbristas y religiosas, constituye la única vía para asegurar la continuación de nuestra cultura con la garantía de una existencia digna de todos los celendinos a partir de la reafirmación de los valores más auténticos, los que encarnan de diversos modos en el arraigo de quienes los practicamos, conservamos y transmitimos, y que se convierten en  la fisonomía y temperamento de este añorado pueblo.

¡Empecemos ahora!

[Artículo publicado en la Revista Oígaste N° 001 – Edición julio de 2019]

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí