Por: Daniela Alexandra Castañeda Díaz (*)

Tengo el orgullo de haber nacido en una tierra hermosa, rica en costumbres con una música maravillosa como por ejemplo el carnaval. Cuando he realizado esta investigación, ha sido muy fructífera y me ha llenado de nostalgia, permitiéndome colmar mi espíritu con nuestras costumbres y fortalecerme como celendina. Mis padres me contaban que los carnavales en tiempos antiguos eran celebrados con elegancia y dentro de mucha familiaridad, lo cual nos fortalecía como verdaderos celendinos. Conocido en muchos lugares del país, el carnaval de Celendín ha llegado a ser tan famoso como nuestro blanco sombrero de paja toquilla, ícono de identidad de todo buen shilico. Su creciente popularidad tiene arraigo en un emergente pueblo asentado sobre el fondo de una gran laguna llamada Hananchancocha, en tiempos lejanos donde familias enteras compartían verdaderos momentos de sano esparcimiento y regocijo.

Su presencia concuerda con la llegada de españoles, portugueses y judíos a mediados del siglo XVIII a comarcas celendinas, en plenas diligencias preparatorias para el establecimiento de la nueva población de Celendín y su elevación a categoría de Villa. Los nuevos inquilinos traerían del “viejo continente” sus propios patrones de conducta y la práctica de vivencias colectivas, las cuales, fueron introducidas a nuestro terruño.

La religión católica, el idioma español y otros inventos europeos irían escalonando preferencias entre los celendinos, pues los nuevos ocupantes rápidamente asimilaron a Celendín, como su segunda patria. Tan pronto como pudo el carnaval se convirtió en vehemente celebración popular que se esperaba con algarabía y entusiasmo.

Pero aún queda la pregunta sí, ¿fue mejor el carnaval de antaño o el carnaval de hoy? Inquietante consulta que nos lleva a investigar bajo la lupa en uno de los insignes personajes y vasto conocedor de nuestra cultura y tradición. Nuestro querido “Manongo”, Manuel Silva Rabanal, maestro de mis padres, quien desempolvando el baúl de sus recuerdos nos narra la forma de cómo se celebraba el carnaval en antaño. Con firmeza nos adelanta que, para él, fue mejor lo de antes.

Hasta hace muy poco -los jóvenes lo recuerdan aún- los carnavales en Celendín tenían mucho significado, pues unían muy estrechamente a familias y amigos durante una semana. Las familias se ponían de acuerdo para pasar un día de carnaval en cada casa; por entonces, se preparaban a todo dar para quedar bien con la exquisitez y abundancia de platos. Se criaban cuyes, cerdos, gallinas; se preparaba la famosa chicha y sabrosos dulces como panecitos, galletas, rosquitas, bizcochuelos; para la fiesta de ´Ño Carnavalón´. Luego de la comilona, se pasaba a los juegos de carnaval con serpentinas, talco, chisguetes y agua limpia y se bailaba a todo dar”, rememora.

Este connotado personaje adiciona a sus recuerdos la figura del filántropo celendino Augusto Gil Velásquez y señala que el pasado de Celendín, albergaba a un carnaval más familiar que el que hoy se festeja, pues su esencia era la unidad familiar. “Se visitaban las casas, la algarabía era llena de respeto; en fin, era una celebración inusual”, nos dice.

Cuenta que en estas fiestas se distinguía don Augusto Gil, quien traía productos del extranjero y los usaba con gentileza francesa. Pedía permiso a la dama, le alzaba la manga y le depositaba un fino perfume para luego con una mota ponerle talco en la cara y el éter del chisguete Pierrot, en la mano. “Los niños recorríamos las calles con nuestra jeringa, bitoque y trapo, llena de agua, para mojar a las muchachas de nuestra edad. A las acequias que discurrían por las rectilíneas calles del pueblo, metíamos a todo aquel que se dejaba y henchidos de felicidad gritábamos `batán, batán´. Los campesinos en grupos de 20 o más jinetes, recorrían la ciudad cantando y gritando `chicha busco, chicha quiero´ en demostración de fuerza”, agrega Silva Rabanal.

Sin vacilaciones, nuestro distinguido “Manongo” refiere que el carnaval de ahora no es el mismo de antes pues muchos detalles perdidos de esta fiesta son pruebas que corroboran sus expresiones. Con tristeza nos asegura que el carnaval de los últimos tiempos ya no es familiar y lleno de respeto, sino se ha convertido en un carnaval comercial, donde se fomentan “paradas de unshas o banderas”, acompañadas de una indiscriminada venta de licor y otros productos.

Hoy somos indiferentes a confraternizar con nuestros paisanos o familiares. Antes el carnaval era más sano. Los shilicos conformaban comparsas y gozaban del mismo, no estaban abocados a un fin comercial. Jóvenes y adultos se preparaban con uniformes, orquesta y material de carnaval, para pertenecer a determinada ´patrulla`, y por grupos se recorría la ciudad entonando nuestro auténtico carnaval”, menciona.

También comenta que la llegada a otras familias, anticipadas con mucho respeto y previa esquela, era de muy buen recibimiento. “En estas familias éramos muy bien recibidos con comidas, bebidas y el infaltable baile con las hermosas chicas de la casa e invitadas. Los muchachos teníamos que devolver tal gentileza, con un comportamiento respetuoso y de acuerdo a normas de mejores relaciones”.

Precisa que la celebración del carnaval también se manifestaba en pueblos vecinos, pero con características propias. Nos indica, por ejemplo; que en Sucre se practicaba “el sudache” que consistía en envolver a la persona con frazadas para hacerla sudar o asfixiarla; en José Gálvez se jugaba “la yuca” que era una sobada de estómago y también el “shingo, shingo”, que tenía como fin llevar a una persona hasta el río y arrojarlo en él.

Relata que el carnaval de antaño duraba generalmente cuatro días: el sábado se hacía la entrada del “Ño Carnavalón” por Chacapampa al son de la banda de músicos y carro alegórico, seguido por decenas de muchachos que se alborozaban con la lluvia de agua que caía desde los balcones.

Domingo, lunes y martes se jugaban en las casas y las `patrullas´ las visitaban. Miércoles de ceniza, inicio la cuaresma, todos a misa bien bañaditos. En algunas ocasiones el jueves se hacia el llamado `tornabodas´ con algunos juegos, en especial de las llamadas `banderas´, `unshas´ y `cuadrillas´, donde se bailaba en la calle a todo dar”, prosigue.

Volviendo en sí, Manuel Silva Rabanal, reflexiona sobre el carnaval celendino y con un nudo en la garganta cuestiona que “nuestra identidad celendina vaya en detrimento porque creemos que imitar a pueblos más adelantados es lo mejor, sin caer en la cuenta que estos pueblos también tienen algo de negro, cual aceite quemado que aún se usa en la salida de `No Carnavalón´”.

Sus sabías palabras nos dejan como lección el amor a nuestro pueblo y la preservación de nuestras costumbres y tradiciones, pues solo eso engrandecerá la vida de nosotros y la de los nuestros. Podrá ser la fiesta más alegre de nuestros días, pero sino le damos sentido a nuestra participación, jugando con moderación y respeto, rescatando su espíritu familiar y de cordialidad; en poco tiempo seguiremos perdiendo nuestra identidad y a nuestro Carnaval lo habremos sepultado. Los jóvenes de hoy gozamos de esta fiesta a nuestra manera, pero exhorto a no perder nuestra identidad y cariño por nuestra tierra. Hasta la próxima.

(*) Estudiante del cuarto grado de la IE Particular “Albert Einstein” de Celendín. Este reportaje se llevó a cabo en mayo de 2017.

[Artículo publicado en la Revista Oígaste N° 001 – Edición julio de 2019]

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