Por: Enrique Chávez Aliaga.

Tenía doce años y cursaba el primer año de secundaria. Mi padre era director del que entonces era el único colegio privado en la ciudad. Será comprensible, entonces, por qué en casa jamás se discutió el tema de a qué colegio ir.

Me matricularon, pues, en el CEGNE “Celendín”.

La formación, esa suerte de rito antes de entrar a clases, era a las ocho y, diariamente, los estudiantes participaban en ella, uno a la vez, por número de lista, a través de la declamación, la lectura, la canción, o cualquier otra forma de expresión cultural, artística y educativa que eligieran.

Los días previos a mi participación, que por ser el número ocho de la lista, no fueron muchos, mi padre llegó a casa y, buscando en su biblioteca, me dijo que tenía una lectura que recomendarme, a ver si consideraba leerla en la formación.

De entre varios libros, extrajo uno asaz, añejo: “El Profeta”, de Kahlil Gibrán. Ubicó, entonces, una lectura en especial y con el dedo índice de su mano izquierda, me señaló aquella que habla de la amistad.

Así llegó “El Profeta” a mis púberes manos. Y me cautivó la pluma del autor libanés.

Sus páginas, debo confesarlo, me han acompañado desde entonces hasta la actualidad. Es, por decirlo de alguna manera, el libro que escogería antes de algún ostracismo, el que regalaría por amor, o el que recomendaría a quien me odia.

Inter parentéticamente, confieso que de las muchas traducciones que existen de “El Profeta”, prefiero caprichosamente la de Carlos Alberto Seguín, quien, además de traducir íntegramente la prosa poética de Gibrán, ha escrito algunos párrafos Kahlilgibranianos como El Adiós, incluido, por cierto, en la edición que me heredó mi padre. A propósito, Max Silva Tuesta, dijo que Seguín tenía, como tienen pocos, autoridad necesaria para la traducción.

Pero bien, abandonando lo anecdótico de mi encuentro con “El Profeta”, y entrando a lo que tengo como objetivo en las presentes líneas, hemos de pincelar algunos comentarios sobre la vida de Kahlil Gibrán y su obra. Como es natural, por razones de espacio, tales comentarios no pueden considerarse sino una invitación a la indagación propia del lector respecto de este universal poeta libanés y su obra, para culminar, en una suerte de vuelta a empezar, con una referencia a “El Profeta”.

A lo nuestro, entonces.

Kahlil Gibrán (como él firmaba) nació en Líbano, un 06 de enero de 1883. Poeta, prosador y pintor, es un personaje que, a decir de Alexandre Najjar, despista: escritor árabe que escribe en inglés, nacido en Líbano, y que vivió en Estados Unidos, a caballo entre oriente y occidente.

Perteneció a una familia que formaba parte de una comunidad cristiana, minoritaria, claro está, en su país. Su abuelo materno fue un sacerdote cristiano manorita, de lo que se sigue que su primera infancia transcurrió entre ceremonias religiosas.

Dice Gibrán, en una carta dirigida a su amiga May Ziad, que el niño Gibrán recibió conocimientos de árabe, siríaco; finalizó sus estudios primarios en la escuela de su pueblo natal; era un chico solitario, interesado en el estudio, con una mente inquisitiva.

Al emigrar a Estados Unidos, en 1895, empieza a dar luces de su talento, tanto en las letras como en el dibujo.

En 1897 regresó al Líbano y estudió en el Colegio de la Sabiduría de Beirut, obteniendo su título de licenciado. Ababneh Mohamad Daher, nos dice que estudió la lengua, filosofía y literatura árabes (Avicena, Alfarabi, Al Mutanabi) y el misticismo iraní de Sohravardí, entre otros, adquiriendo también conocimientos de literatura y lengua francesa.

Luego, antes de regresar a Boston, pasa un tiempo en París. Cuando llega a la primera ciudad, empieza una cadena de tristeza y pérdidas; recién llegado, se entera de la muerte de su hermana Sultuna por tuberculosis, poco después en 1903, muere su hermano Pedro y en junio del mismo año su madre Kamila; estos tristes sucesos lo convierten en una persona triste y melancólica (Ababneh).

En 1905 publica su primer libro en árabe, La Música. Luego, gracias a una beca, estudia en París: allí profundiza su conocimiento sobre Jean de la Fontaine, Víctor Hugo y Rousseau: se instala en Montparnasse, barrio de artistas e intelectuales, en la calle Maine.

Regresa a Boston en 1910. Entre 1916 y 1918 se encuentra asiduamente con el poeta Radinbranath Tagore, quien lo ilustra acerca del pensamiento religioso y cultural de la India. Gibrán escribe: Tabore es un hindú que porta toda la belleza y los encantos de la India. Dios es, para Tagore, un Ser perfecto.

A decir de Indrani Datta, la conexión Gibrán – Tagore emerge como un fenómeno elíptico porque ninguno de los dos traza un camino vertical u horizontal, para ambos todo lo que hay en el mundo está envuelto por Dios.

En 1931, fallece Kahlil Gibrán, tempranamente. Muere, ciertamente, incumpliendo su deseo de regresar a su patria.

Pero, ¿qué es la muerte para Gibrán, sino el erguirse desnudo en el viento y fundirse con el sol? ¿Quizá la marca postrera que el Rey pone en la cabeza de un siervo que la llevará con honor? ¿O el habitar para siempre en la memoria silenciosa de Dios? Y ¿cómo habrá muerte cuando la palabra de Gibrán retumba aún en los más predilectos pasadizos de la literatura?

Trascendente es la obra de Gibrán. Desde la publicación de “El Profeta” en 1923, nuestro escritor se inmortalizó como su palabra o por su causa, que es lo mismo.

En este libro, traducido a muchos idiomas, Gibrán expresa, a través del profeta Almustafa, su concepción del mundo.

Antes de partir a su tierra natal, Almustafa habla con los pobladores de Orfalese sobre el amor, el matrimonio, los hijos, la dación, el trabajo, la libertad, la razón, la pasión, la amistad, la religión, la belleza, la muerte, derramando su corazón y su verdad. Veamos:

Preguntado por el amor, Almustafa exclama:

“Cuando el amor os llame, seguidlo.

Aunque su camino sea duro y difícil.

Y cuando sus alas os envuelvan, entregaos.

Aunque la espada entre ellas escondida os hiriera.

Y cuando os hable, creed en él.

Aunque su voz destroce nuestros sueños,

como el viento del norte devasta el jardín”.

Labios entendidos han dicho que es la misteriosa experiencia del amor la que mejor define la proyección del homus poeticus y del homus religiosus de toda época y lugar. Gibrán es una muestra de ello. Un hombre que amaba desde una concepción del amor creyente en una hermandad espiritual universal:

“Tú eres mi hermano y te amo.

Te amo cuando te postras en una mezquita,

y te arrodillas en una Iglesia

y oras en una sinagoga.

Tú y yo somos hijos de una fe: el Espíritu”.

Gibrán anhelaba la hermandad por sobre la disimilitud de las creencias religiosas, pues, como se ha visto, veía tras cada confesión religiosa, una misma fe. Postulaba, como anota Amira Juri, un ecumenismo inédito, íntimo y pleno de sensibilidad religiosa: “en la mitad de mi corazón Jesús, en la otra Mahoma”.

Sobre el matrimonio, Gibrán, en la voz de Almustafa, declama:

“Nacisteis juntos y juntos estaréis para siempre.

Estaréis juntos cuando las alas blancas de la muerte esparzan vuestros días.

Sí; estaréis juntos aun en la memoria silenciosa de Dios.

Pero, dejad que haya espacios en vuestra cercanía.

Y dejad que los vientos del cielo dancen entre vosotros.

Amaos el uno al otro, pero no hagáis del amor una atadura;

Que sea, más bien, un mar movible entre las orillas de vuestras almas.

(…)

Y estad juntos, pero no demasiado juntos.

Porque los pilares del templo están aparte.

Y ni el roble crece bajo la sombra del ciprés ni el ciprés bajo la del roble.”

Con la misma sencillez, Gibrán explora en “El Profeta” numerosos asuntos del espíritu. Pero no es, la sencillez de su palabra, equiparable a lo liviano. Al contrario, es la sencillez que procura quien sabe que expresa lo más profundo.

No en vano, de la producción de Gibrán se ha dicho que “(…) todavía resuena con su profundo mensaje en nuestra turbulenta época. Su obra conjuga ciertas huellas del legado filosófico árabe y de parte de la tradición literaria inglesa.” (Amira Juri).

También Guevara Bazán, prologuista de “El Profeta”, dice que Kahlil Gibrán es, en la edad moderna, la más alta representación del rol histórico que, veinte siglos han correspondido desempeñar al cristianismo como punto de fusión entre el mundo grieto y el mundo semita, es decir entre la Razón y el Espíritu.

De ahí que estas líneas resulten abiertamente insuficientes en la tarea de siquiera esbozar la profundidad de la obra de Gibrán. Nuestra intención ha sido, como declaramos al principio, una invitación a nuestro ocasional lector, para conocer al autor de “El Profeta”, “El Loco”, “El Jardín del Profeta”, “El Vagabundo”, entre otras maravillas literarias.

Garantizado es que, tras su lectura, no se vuelve a ser el mismo. Bahadur MuTasin, su traductor, dijo:

“Su manera de escribir es viento. Solo queda la posibilidad de entregarse a las imágenes que despierta y contemplarlas, sencillamente, como quien mira pasar la verdad delante de sus ojos y no hace nada por interferirla. Pero como el paisaje después de la tormenta, cuando se lo lee, uno sabe que ha dejado de ser quien era.”.

“Un momento, un momento de descanso en el viento, y otra mujer me llevará consigo”.

[Artículo publicado en la Revista Oígaste N° 005 – Edición septiembre 2020]

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