Al sureste de la ciudad de Celendín y al pie de las faldas del cerro Alupuy, se encuentra el paraje de Pumarume, salpicado de varias casas rurales, con sendas chacras de pan llevar y pasto natural para el ganado; y regado, en su extremo sur, por el río Chacarume.

En esta pequeña colina, mirando al sur, se levanta airoso y solitario un hermoso templo, hace algunos años atrás construido. Es la capilla más notable de la provincia de Celendín, en cuyo altar mayor se encuentra una valiosa e incomparable efigie que representa al Niño Jesús, de unos 50 cm. de estatura. La estatuita es de piedra y de aspecto cautivante. Ensortijados cabellos color oro descienden sobre su amplia frente, en juguetones rizos que se dibujan en una tez de pétalo de rosa fresca y hermosa. Y, ¿sus ojos? – ¡Qué lindos! Dos retazos de cielo purísimo, enmarcados por largas pestañas de terciopelo. Y allí está, un Niño con finos labios de grana que juntados parecieran lanzar un dulce y melodioso silbido con una graciosa candorosidad que maravillan y que, todo elogio que se pretende hacer, resultaría muy pobre. Éste es el Niño Dios de Pumarume.

El Niño Dios de Pumarume es una suerte de principito encantado que congrega a miles en torno a él y que identifica a un pueblo entero, un ser mítico y real que sabe de la realidad que atañe a su pueblo y que todo ello se refleja en su mirada, a veces como un charco de culpa y otras veces como un mar de esperanza.

La tan venerada imagen por una multitud de creyentes celebra cada 14 de enero su fiesta patronal. Su belleza y milagrosidad sigue atrayendo a infinidad de devotos quienes año tras año le rinden pleitesía, le ofrecen ceremonias y fiestas conmemorativas, tejiéndole mitos y leyendas como recompensa a la infinidad de milagros que se le atribuyen.

UNA DE LAS TANTAS HISTORIAS

Contaba el maestro Pelayo Montoya que allá por los primeros años del siglo XVIII, vivían en el paraje de Pumarume varias familias de gente labriega y muy religiosa. Entre estas familias se destacaba un santo hogar. El jefe de la familia era don Julián Gómez y su esposa doña Ana María Araujo. Estos esposos tuvieron dos hijos, el primero Francisco y la segunda María Isabel.

El primero, se dedicaba a la agricultura y al comercio. La segunda, se ocupaba en los quehaceres de la casa y servir santamente a la Iglesia manteniendo en buen estado de conservación de limpieza el Templo La Purísima Concepción.

El río Chacarume, tenía un cristalino remanso de agua fresca y pura, rodeado por un bellísimo ambiente atrayente y acogedor, en el que se escuchaba una maravillosa orquesta de trinos entonados por las avecillas, el croar de las ranas y el silbido de las brisas locales. A este remanso acudía María Isabel a lavar su ropa y la de sus padres y hermano mayor.

En cierta ocasión, estando María Isabel lavando su ropa, un extraño y repentino rayo cayó cerca de ella, dejándola desmayada; al instante acudió su familia al remanso, la encontraron inconsciente, la condujeron a su casa y a los tres días recuperó su estado normal, pero sin poder hablar pues había quedado muda.

María Isabel sentía los síntomas del embarazo, la gente comentaba que estaba embarazada del duende, otros decían del puquio; no faltó otras que opinaban que el Sr. Cura la había embarazado. Todos decían cuándo “parga” (dé a luz) la María Isabel se sabrá quién es el padre que lleva en sus entrañas.

Después de los nueve meses en que desmayó el rayo a María Isabel, ella dio a luz a un lindo niño. Los padres y los vecinos decían que este niño no era del duende, ni del puquio sino de algún varón que la madre no podía revelar su nombre porque aún no podía hablar.

Llevaron al niño y a su madre al Sr. Cura para que lo bautice; el abuelo propuso un nombre, la madre con señas decía que no; la abuela dio otro nombre, la madre con señas dijo que no; el Sr. Cura dijo que se llame Jesús, la madre pronunció la palabra sí; y con este nombre fue bautizado este niño y la madre comenzó a hablar naturalmente. Todo el vecindario decía que este niño era un regalo de Dios para bien de la comunidad y que algún día será un gran hombre.

Tan pronto nació este niño, la familia notó que su rostro era de aspecto extraordinariamente bello, nunca aún visto en Celendín, pues Dios se había esmerado en hacer una obra perfecta en su alma y en su cuerpo. La belleza del Niño Dios de Pumarume incitaba la admiración de todos; muchas personas gozaban al contemplarlo, y se hizo popular que la gente de Celendín lo asechara para verlo; y visitaban la casa de la familia Gómez Araujo; con algún pretexto se acercaban para hablarle, acariciarle y alzarlo en sus brazos; el niño respondía con sonrisas exquisitas y suaves y tibios brazos.

Desde que nació este precioso Niño desaparecieron rencillas, chismes, envidias y peleas entre los vecinos; los campos producían en abundancia los frutos esperados; sus ganados no se perdían, ni hacían “daño” a los sembrados; la gente que lo visitaban y sentían alguna dolencia salía sana y muy contenta.

Entonces ee despertó una singular fe hacia el Niño de Pumarume, tanto que, para hacer algún viaje o algún negocio, iban a despedirse del Niño, rogándole que interceda por ellos para que tengan éxito.

A cualquier hora del día los moradores de este lugar solían escuchar ya entre los matorrales, ya entre los maizales, ya a orillas del río Chacarume, un silbido tan dulce y armonioso que no sabían si era producido por el trino de algún pajarito o por algo que no atinaban a explicar, ya que de antemano estaba descontada la posibilidad de que fuera producida por un ser humano.

Sobrevino, como es lógico, una suerte de curiosidad ante el raro y desacostumbrado hechizo. En vano habían tratado de descubrir quién o qué era el causante de tan rara sinfonía; que unas veces se dejaban escuchar en la quebrada próxima o en el tupido maizal maduro, y no pocas veces como si descendiera del cielo en alas del suave viento. Pero todo intento fue en vano.

La gente intrigada resolvió consultar el caso a un venerable anciano de la comarca que lo preciaban de ser, según opinión de muchos, bueno, justo, vidente, con poderes especiales de adivino. Se aseguraba también que, en las tardes y noches estivales, dialogaba con las estrellas y que conocía el secreto de la felicidad o la desventura, que tanto preocupa a los mortales.

Este silbido, dijo el anciano, de blanca y venerable barba, es un mensaje que envía el todopoderoso a nosotros, pobres criaturas, pero; ¡No os sorprendáis!; quien lo modula es ¡Un Niño!, exclamó ante el asombro de las humildes gentes que rodeaban al anciano con actitud reverente. Sí, un niño, el que será nuestro guía y esperanza.

¡Pronto, que sea pronto! Contestaron todos en coro.

Tendrá que ser así; pero, antes, -dijo con voz grave-, habrá que presenciar y soportar un hecho doloroso, terrible, pues aquella madre que me escucha, tendrá que perder, para siempre, a su tierno hijo y será, -agregó dirigiendo su mirada-, a la que se hallaba detrás de la cerca de zarzamoras y retamas; donde anida la alondra y el zorzal.

Estaba realmente allí, entre tímida e incrédula la joven María Isabel quien acunaba en sus brazos a su tierno infante.

El vaticinio se cumplió. Murió el Niño de una enfermedad violenta. Cuando lo llevaron a enterrar, entre lágrimas de la madre y mezcla de tristeza y añoranza de la gente que acompañaban al cadáver, el anciano en tono solemne dijo: “En el ataúd no hay ningún muerto. ¡Abrirlo! Todos quedaron estupefactos, ¡Estaba vacío!”. El anciano continuó diciendo: “Lo encontraréis vivo y silbando entre los maizales. ¡Buscarlo!”. En ese momento volvió a oírse el trino armonioso que tantas veces les había producido inefable deleite.

La primera que corrió como loca, al lugar de donde provenía el silbido, es fácil de suponer, fue la madre del niño muerto. Atravesó el tupido maizal, buscó ansiosa y desesperada; y en un recodo del camino vio a su lindo hijo silbando junto a una piedra que tenía la forma de un puma acostado. Dio un grito de alegría y lo levantó, con desbordante ternura; pero, ¡Oh, triste desengaño! El niño era de piedra y quedó así con la boquita en actitud de silbar. Así está en la capilla, que le fue erigida, para que la gente del lugar pueda rendirle, el especial tributo de veneración, designando para ello el 14 de enero de cada año.

[Artículo publicado en la Revista Oígaste N° 006 – Edición enero 2021]

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