Por: José Ángel Escalante del Águila
Transcurría el año 1972, en un lugar distante de la ciudad de Celendín. El lugar se llama Balsas, un pueblito orillado, por un lado, por el majestuoso río Marañón; y por el otro lado, con el bullicioso Jaguay. A cinco horas bien caminadas, se llega al lugar denominado Saumate, un pueblito de casas dispersas.
Allí vivía Melquiades, con su esposa Lucrecia, y sus tres hijos: Manuel, Carlos, un paticojo, producto de una patada de mula que recibió de muy pequeño cuando jugueteaba en las patas del animal y Adelaida; una niña con carita de ángel, delgada de contextura, quién estaba jugando en ese momento con sus trencitas adornadas con hilos de color.
La casa donde vivían era humilde: paredes de quincha, revestida con barro y techo cubierto con hojas de plátano, dos cuartos, una cocinita cuyas paredes eran de carrizo trenzado, sujetada con chantes y, unas piedras en la base. Criaban gallinas, patos y perros; también una mula y una burra avejentada.
El fogón estaba encendido desde muy temprano y en la bicharra había un cántaro sin asas y una ollita negra, de aluminio, en donde cocían camotes para el desayuno.
El viento, que a esa hora soplaba desde las montañas, estremecía el techo de la casita como si quisiera hacerlo volar y la lluvia que les acompañaba no cesaba desde la madrugada. A lo lejos se escuchaba el ladrido de los perros.
—Este tiempo jodido, no nos va a dejar arar la chacra para la siembra de la yuca, que está remojada desde hace una semana. Ojalá no se malogre —renegaba Melque.
—Manuel, coge la palana que está en el rincón de la cocina y lleva al vecino Osías, seguramente la necesita para abrir campo al agua que discurre con fuerza- le dijo su padre.
—Ve, antes de que una fuerte borrasca te arrastre por la acequia, de seguro está llena con agua turbia. Solo <<el enemigo>> pudo desatar esta lluvia, y este viento que no deja de cesar —se quejaba Melque.
Desde muy joven, Melque, había sido aficionado a la música, tocaba con destreza el virucho y era muy solicitado en las fiestas que se realizaban: bautizos, matrimonios y sepelios. Heredó el oficio del abuelo.
Adelaida, también había heredado las habilidades musicales. Su padre, con mucho cariño le enseñaba a tocar el virucho, sentados en un banco de madera en el alar de la casa; en aquellas tardes soleadas, practicaba al salir de la escuela. Después de un tiempo, tocaba con destreza, este difícil instrumento.
El frugal desayuno se sirvió en un mate, se colocaron los camotes y cada uno se servía la agüita de yerba luisa en un jarro de fierro enlosado. Lucrecia, quien estaba más atenta con Adelaida, le dijo:
—Hija, no olvides rezar tus plegarias, pidiendo gracia al Amito porque si no rezas por tu pan de cada día, mañana quizá no habrá otra cosa que un caldo de chochoca.
Y así pasaba el tiempo, hasta que llegó el momento en que Adelaida tenía que estudiar en otro lugar. A los hermanos, como decía su padre, no les entraba la lección y se quedaron a trabajar el campo junto a ellos.
La carta fue explícita: tenían que llevar a Adelaida a Celendín, para seguir sus estudios. Iba a vivir con una tía de Lucrecia, hermana de su madre, doña Florinda; señora muy exigente, pero de buen corazón. No tuvo hijos.
Cuando llegó a Celendín, a casa de su tía, todo era diferente, no había sus cerros y sus ríos. Extrañaba su estancia, donde era feliz: en el campo, correteando cómo gamo y jugando con sus hermanos. En los ojos de Adelaida se podía leer toda la tristeza que era capaz de sentir cuando ya no se encontraba con los suyos. A veces sentía ganas de huir, pero ¿a dónde? si no conocía nada.
La separación había sido inminente, aunque inevitable de esos ojos negros azabache rodaron unas lágrimas, al pensar que nunca más volvería a jugar con sus hermanos.
Unos brazos acariciaron y envolvieron a la pequeña Adelaida, con mucho amor, y por primera vez sintió una emoción indescriptible en su pequeño ser; la tía, con emoción acariciaba su larga y negra cabellera con dulzura.
—Acá vivirás conmigo y serás como una hija que no tuve —le dijo doña Florinda. La congoja era grande en su ser, nunca había sentido tanta sensación de nostalgia y alegría a la vez.
El primer desayuno que probó fue una taza con leche, jugo de papaya y pan caliente; antes de tomar los alimentos, se acordó de su madre, que tenía que rezar por el pan de cada día. La tía, sorprendida, le preguntó:
—¿Siempre haces eso hija mía, antes de tomar los alimentos?
—Sí, —le contestó— porque si no lo hago seguro que mañana voy a tomar caldo de chochoca —la tía solo se sonrió.
Pasado un tiempo, Adelaida, se hizo una señorita muy simpática y con un carácter angelical que envolvía su frágil cuerpo.
Estudiaba en la Escuela Superior de Educación, era una alumna muy aplicada y siempre todos los años recibía el reconocimiento de sus profesores por ser la mejor alumna. En vacaciones iba con regularidad a visitar a sus padres y hermanos, allá en su Saumate querido. Tantos recuerdos que originaban en su mente que a veces se ponía triste al ver a sus queridos padres envejecer apresuradamente, como si el tiempo quisiera arrastrarlos sin misericordia alguna. Había encontrado a su madre más delgada de lo que era, con algunas canas en su cabello desordenado, su rostro estaba marcado por unas arrugas y unos pliegues en los ojos; la piel floja debajo del cachete pronunciaba más su delgadez; caminaba con dificultad y siempre tenía una mano colocada en su vientre como si quisiera ajustar algo para que no caiga.
La nostalgia le embargaba por tantas cosas que han pasado después de su ida a Celendín. Ya tenía sobrinos; Manuel se casó con una jovencita que vivía cerca a la curva de Hornopampa, por la finca de don Indalecio.
Era una casita de una pieza situada en una ladera cerca de la carretera; a un costado había una planta de mango que en los días calurosos servía de sombra y a unos metros más allá había un redil donde metían a las cabras apenas empujaba la tarde.
El varoncito había salido vivo retrato a su padre. En ese momento estaba jugando con un perro, tratando de cogerlo por el rabo. Vestía un pantaloncito gastado por el tiempo, que le llegaba hasta las rodillas, y se sostenía de su cuerpo con unos guatos que servía de tirantes. Adelaida la miraba con mucha ternura, pero su preocupación era que estaba con la barriga crecida y el cabello como flor de shango (amarillo) y no era rubio, sino que estaba mal alimentado y el volumen de la barriga era por los bichos que tenía.
Ese día que llegó, recorrió casi hasta mediodía los terrenos de su padre junto a Pinto, un perro chusco, que le seguía a todas partes. La nostalgia le embargaba al recordar momentos inolvidables vividos junto a su familia. El sol era insoportable a esa hora y se sentó debajo de un zapote, por donde discurría agua limpia por una acequia y con sus manitas haciendo un potecito se refrescó su cara, y se mojó sus cabellos, el agua corría por su carita rosada como rocío matinal. Después de descansar un poco se dirigió a su casa, el fogón estaba ardiendo como brasas y dos ollitas estaban paradas: en una, se estaba cocinando unas yucas tiernas, y en la otra, se cocinaba arroz, que iba a ser acompañado con un guiso de gallina. Por la noche durmió en una tarima que estaba junto a la de su hermano Carlos, en un colchón delgado de shango, tan incómodo que al día siguiente su cuerpo le dolía como si la hubiesen vareado.
El sonido de las aguas del río, que chocaban con las piedras, llegaba a sus oídos con mucha claridad. En su imaginación se dibujaban aquellas tardes calurosas metidas en el río junto a sus hermanos, y la bullaranga de las aves que volaban el horizonte azul hacía esa alegría más sublime.
Al día siguiente se levantó muy temprano, con el trinar de las aves y el canto del gallo. Sus pensamientos a esa hora volaban por el infinito de su inconsciente; no se imaginaba sin la presencia de su madre en este mundo, pero también estaba segura de que sin un sacrificio alguno nunca iba a lograr lo que se había trazado y todo sacrificio demanda un esfuerzo y eso es lo que estaba haciendo.
Con los pensamientos en desorden, caminaba por un estrecho sendero, que se perdía en medio de árboles frutales y chacra de maíz y yucas. El verdor era inmensamente bello, a esa hora ya el sol se hundía en el horizonte ahogándose en un color naranja; por un momento al regresar a su casa cerró los ojos y cuando volvió a abrirlos, el sol ya desaparecía detrás de los cerros pelados, sembrados de pates y cactus que a la sombra del ocaso parecían sombras de seres gigantes. El cacareo de las gallinas la sacó de ese marasmo en que se encontraba.
Aquella noche, con una luna casi llena, estaban sentados en el alar de la casa junto a su hermano y su cuñada; el perro dormitaba a un costado cerca de un árbol de naranjo. Carlos a esa hora llegaba rengueando, después de amarrar los animales a un costado de la casa cerca de la tranca; ahí había unos palos cruzados que servían de amarradero de los animales.
Les comunicó con mucha ternura que ya no regresaba a Celendín y que quería quedarse junto a ellos, para ayudar en los quehaceres de la casa y también a su madre que estaba delicada de salud.
—Quiero quedarme con ustedes —les dijo— ya no regreso a Celendín, porque aquí es mi lugar, junto a mi familia.
—Es imposible —le dijo su madre, enjugándose las lágrimas.
—¿Por qué quieres hacer esto? No quiero que nos llenes de dolor, sabiendo que estás por concluir tus estudios —le dijo su madre, casi rogándole.
—No, mi querida hija.
—No, mi Adelaida, no nos arrojes al abismo del dolor: acá vivimos con el trabajo de tu padre y de tus hermanos. Con la bendición de Dios no nos va a faltar nada.
—Mi querida hija—, dijo don Melque, debes de haber sufrido mucho con la separación, pero lo hemos hecho para tu bien y orgullo de tu familia; ahora más que nunca no debes pensar en esas cosas.
—Hija mía, tu dolor es mi dolor —dijo su madre. Adelaida parpadeó para ahuyentar aquellas lágrimas que nacían de sus ojos por la nostalgia que le embargaba; solamente con pensar que de nuevo se iba a separar de su familia, sintió que su cuerpo frágil se agitaba de dolor, de un dolor inmenso. La luna se ponía de un color pálido claro en esa noche apacible, llena de situaciones encontradas.
—Hija mía —dijo su padre— ¿por qué no nos tocas una canción? El virucho está colgado en la pared, desde que viniste la última vez —y parándose don Melque entró a la casita, regresando luego con el instrumento entre sus manos. Adelaida miró con mucho cariño ese instrumento y sus manitas se hormigueaban por querer arrancar unas melodías para el beneplácito de su familia y para la alegría de su alma.
Tocó y tocó. La noche, se tornó más oscura que de costumbre y solo la luz tenue de un lamparín, arropado con una hoja de plátano, reflejaba en su tierno rostro una alegría inmensa, haciendo sonar esa música que hasta los pájaros dejaron de trinar, con tanta belleza de melodía, que arrancaba de ese virucho.
Nada perturbaba el silencio de la noche, el río deslizaba sus aguas haciendo sonar el golpeteo en las piedras como si quisiera acompañar esta música. Adelaida, con los ojos cerrados, permitía distinguir las espesas pestañas que tenía y las trenzas de su cabello azabache las tenía recogidos con unos ganchos a presión.
Llegó el día inesperado de la partida. Sus padres y hermanos, estaban acongojados por el viaje y para no dar más tristeza a su madre, disimulaba estar serena. Así partió con la madrugada y el sereno, en compañía de su padre y su hermano Manuel. La travesía hasta Chacanto lo hicieron a lomo de caballo; ya en Chacanto tuvo que embarcarse en un camioncito, que llegaba a esa hora de Púsac.
La partida fue triste, al despedirse de su padre y hermano, quienes para no darle más tristeza retornaron a su lugar, antes de que el camioncito partiera a Celendín con el resto de pasajeros que se subieron en Chacanto. Llegó a Celendín cuando había caído la noche y brillaba la luna. En el cielo las estrellas titilaban, bajo aquella bóveda azul acero; iba caminando por el centro de la plaza con una oscuridad transparente y con un frío inusual. Adelaida, observaba la ciudad donde tenía que vivir su realidad.
Ya en casa de su tía, una vez que conversaron lo suficiente de su estadía con sus padres fue a su cuarto y los recuerdos afloraron en su mente, acordándose de sus seres queridos; en ese momento sentía que daba vuelcos su corazón. Con la cabeza inclinada en una estampita de la virgen del Carmelo, rezaba con dificultad, casi sin aliento.
Su mirada vagó por un instante por aquellas blancas paredes de su cuarto, como si algo hubiera pasado, tenía el pensamiento en su familia, su tez estaba pálida y las manos frías; decía para sí: A veces Dios merece el amor que los hombres se niegan entre ellos y a menudo las penas del dolor forjan el carácter de uno, ya sea fuerte o débil; ella, en ese momento tenía el carácter débil y ahí es cuando nuestro cielo se oscurece en forma cruel.
Al levantarse esa mañana sintió una sensación de felicidad, había soñado que estaba con los suyos, nuevamente, en su Saumate querido, pero solo había sido un sueño, parecía abismada en una especie de agitación, su cuerpo temblaba y el corazón le golpeaba el pecho con fuerza hasta hacerle doler.
Un poco más tranquila esa mañana, a la hora del desayuno, le contaba a su tía sobre los últimos días que estaba pasando: le decía que tenía unos pensamientos encontrados y que eso le estaba haciendo pensar muchas cosas desagradables sobre algo que pueda ocurrir con su familia, siempre estaba pendiente de su madre, lo delicada que la había dejado, pero las noticias de su padre la reconfortaban diciéndole que se estaba recuperando y que no se preocupase por nada.
Los días pasaban tranquilos y la tranquilidad aparente también había llegado a Adelaida quien estaba ocupada en sus estudios finales, no veía la hora de concluir con sus obligaciones y retornar a su pueblo para poder abrazar a sus padres y hermanos.
El cielo de noviembre, cubierto por la bruma del invierno, le hacía sentir más nostálgica, pero estaba más serena.
En la última semana de clases el profesor de Filosofía, estaba explicando sobre el conocimiento humano y decía que todos nuestros conocimientos provienen de lo que nuestros sentidos captan del mundo que nos rodea y eso se conjuga solo con lo que percibimos, caso contrario, si no hay eso no sentimos ni conocimiento ni sabiduría, entonces el conocimiento se vuelve banal.
Llegó diciembre, con su frío avivado que descendía desde las laderas de Jelij. Ya había terminado la clausura de la Normal, alcanzando el primer lugar entre su promoción. Las felicitaciones por parte de sus profesores y compañeros eran para ella un momento de alegría y tristeza, pues sus padres no estaban para festejar el logro alcanzado, por su esfuerzo de esos cuatro años de estudios. Más, la alegría de su tía era inusual, estaba feliz, al ver culminada con éxito la profesión de su querida sobrina.
En la sala de la casa, sentados en un sofá raído, la tía con el diploma de bachiller, le dijo:
—Querida hija, esta es la llave que abre la puerta de tu destino, quiero que sueñes con tu felicidad y de tus padres. Nunca voy a olvidarme cuando por primera vez llegaste a mi vida y me contabas de aquellas noches estrelladas de tu cielo, que siempre te acordabas de tus padres y hermanos, que allá en el valle donde las colinas, los bosques y los campos sembrados, te hacen recordar los años transcurridos junto a tu familia. Eran los primeros años de tu infancia, mi Adelaida querida-. Lágrimas de felicidad, rodaban por esas mejillas rosadas y en sus pestañas largas y crespas se formaban como gotas de rocío.
—A partir de ahora el mundo es tuyo, no lo rechaces.
Una mañana muy temprano llegó un telegrama en el cual decía que viaje urgente, pues su madre estaba muy enferma y necesitaba verla antes de partir a la eternidad.
El sol blanco del invierno ya estaba alto en el horizonte, oculto a la vista por algunas nubes separadas que bailaban en el cielo de Celendín. Partió de inmediato a lomo de caballo por ese camino zigzagueante de Limón y luego por Balsas; con ese calor sofocante del mediodía. Aquella marcha irregular del caballo, por ese camino estrecho y pedregoso, tuvo que relajar su cuerpo dejando que se acomode a los movimientos bruscos del caballo.
Con sus pensamientos encontrados iba con el corazón enteramente poseído por la nostalgia que le embargaba esos momentos insoportables que estaba viviendo.
En su mente se martillaban aquellas palabras del Sr. Tavera, que le había expresado antes de partir:
—Tu pasión, es pura por tu madre, es conmovedora, pero no merece tanto interés despertar para que puedas aprender a dominar las tempestades de tu dolor que no es ajeno a los que te conocemos.
Palpitando de emoción, por un momento pudo ver la sombra de su madre, sonriente.
—¡Mi Madre! ¡Mi madre! —Sintió que tempestuosos relámpagos invadían su cabeza y todo se arremolinaba a su alrededor, a pocos metros ya se divisaba el puente de Balsas, el majestuoso río Marañón y el pueblito de Chacanto.
Ahí estaba esperando su hermano. Se abrazaron fuerte, con sentimiento, con dolor. Manuel tuvo que darle la mala noticia de la muerte de su madre. Partieron con destino a Saumate. Adelaida aparentaba una serenidad que no tenía. Durante el trayecto no cruzaron ninguna palabra, su dolor fue respetado con el silencio de su hermano. Llegaron cerca al atardecer cuando el crepúsculo ya se estaba aproximando, antes de ocultarse el sol.
En el patio de la casita estaba su padre y su hermano, a quienes les acompañaban algunos familiares y amigos. Se bajó del caballo y caminando unos metros se abrazaron, padre e hija, en un momento lleno de tristeza.
Caminó unos pasos y entró al cuartito dónde una caja negra reposaba encima de una mesa renga. En ese ataúd negro como la tristeza yacía el cuerpo inerte de su adorada madre; se acercó al ataúd y solo en ese momento derramó unas lágrimas contenidas. El dolor que le embargaba era muy grande. Su madre había sido su mundo, su vida, ya nada volvería a ser igual. Tenía qué resignarse que nunca más iba a estar con ella; el alma la tenía compungida y el corazón le apretaba como si quisiera estallar de dolor.
La suerte se mostró buena con ella. Dios la llamó a su lado después de un largo sufrimiento, una mañana del 24 de diciembre. Dicen que murió de cáncer, pero más fue de pena por su Adelaida.
Muchos años después encontré a Adelaida, camino a Hornopampa, cerca de los terrenos de mi tío Bernabé, tenía dos hermosos hijos, me contó que era profesora en un lugar llamado la Grama.
Esa tarde, cuando el sol caía del firmamento para dar paso a las primeras luces del crepúsculo, nos despedimos. Lo vi desaparecer por una curva de la carretera, caminando junto a sus hijos. A un costado de la vía discurría una acequia con agua cristalina y solo el correr de sus aguas rompía aquel silencio. Después de un tiempo no muy prolongado, a lo lejos se escuchaba el ladrido de unos perros, seguro festejaban la llegada de sus dueños.
[Artículo publicado en la Revista Oígaste N° 006 – Edición enero 2021]