Escribe: Félix Aliaga – UNMSM

A Bryce

Romaaaña… Romaaaña… resonaba en el inconsciente, la visión de algunas diminutas luces, como entre sueños lo despertaban, o quizás era el nauseabundo humo de cigarro que infestaba el pequeño cuarto; y el corazón daba crueles martillazos contra el alma, las manos como rieles de un alborotado tren –estruendoso– temblábanle, las pupilas dilatadas cual gato en el sombrío de la oscuridad; en fin, tantas cosas que le habían atormentado en esos últimos meses en que acabaría su existencia.

Horas después, sentado y esperando en aquella vieja clínica universitaria, no podía, necesitaba alguien a quién contarle su locura, los amigos, el mundo no le respondían; muy temprano había cogido la casaca con ese agujero –obra del cigarrillo–, puesto la camisa, el vestuario chamusqueado y ese par de zapatos, compañeros de varios años; esas imágenes de tiempos pasados, del pasado que ahora le hastiaba, pero era también el único bastón que lo sostenía, ese pasado propio de aquellos a quienes se les ha negado un presente.

De pronto se abrió la puerta, vio el circular reloj en la pared y alrededor de 50 minutos había esperado, entonces sonó la voz de un viejo –adelante, quién sigue–.

Vinieron los recuerdos de las bohemias, de gratas conversaciones, hace ya un par de años que había cumplido los 18, recordaba ese Volkswagen rojo del profe, esas innumerables vueltas en círculo por la plaza de la ciudad, y el día en que conoció a Rosa, la del “libro púrpura”, el día que fue el más hermoso y alegre de su vida, o perdón el día en que comenzó a morir, si ambos son la misma cosa. Tenía un par de pecas y el pelo crespo alborotado, y acompañada por el misterioso libro púrpura, anduvo con el libro a todo lado, un par de tragos los desinhibieron, sentimientos y gustos, pasiones tal vez; fueron al cuarto y fue ahí, ahí comenzó el corazón a latirle fuertemente y hacérsele la piel de gallina al sentir sus pechos erguidos al lado de su rostro.

Dígame, ¿cuál es el motivo que trae a su persona? –interrumpió de pronto la voz del viejo–, doctor –respondió– dejo de existir, no sé en realidad si abandono yo al mundo o este me abandona. Siente que muere –replicó. No –dijo– muere el mundo o yo, que va, lo que cuenta es que desaparezco, sé que desapareceré.

A los días de sentir su cuerpo, se vieron en la feria del pueblo; él, timorato en la sobriedad, había querido pasar desapercibido ante sus ojos, pero era la primera vez de entrega de ambos. Ella se acercó y de pronto hablaron, luego fueron a su casa y escuchando un viejo vals de Pinglo Alva, se encontraron los cuerpos nuevamente; de pronto se hizo costumbre y que es la costumbre sino la principal fuente de ese sentimiento llamado “amor”; y así dejó a los antiguos amoríos y se convirtió en el “solamente tuyo, Rosa”.

El mundo sigue, ¡vamos! qué sucede, cuéntamelo –expresaría el viejo–, se puede solucionar, que este mundo en algo te podrá ayudar. Me enamoré –mencioné– y de pronto viví solo para una persona, para Rosa, la del libro púrpura; fue tan idílico, nos volvimos más que compañeros, hermanos; de pronto sentí que el resto dejó de existir, y hasta ahí maravilloso, no es que a veces el miserable mundo sobra para cuestiones de dos. Sí, son etapas de desarrollo –contestó y continuó diciendo–, es lo normal, si amas a Rosa entrégate, ama, ríe y llora, que es el encanto de ser humanos; si la pierdes alguien indudablemente aparecerá en tu vida, un nuevo hombre, una nueva persona ya verás. No lo creo, hay cosas que como digo son solo para dos, afirmé.

Pasaron meses y ella me admiraba al igual que yo, por su fidelidad, por su entrega, por ser ella; se podría decir que conocimos el mundo, el mundo entero recorrimos, después de todo era nuestro, las peleas vinieron y esos también eran rinconcitos, ciudades nuestras, la amé, cada mañana veía en mi cuarto su silueta en la sombra del sol, y sus pechos, sus piernas, sin exagerar, eran caminos de obligado paseo vespertino.

Cuénteme que pasó con ella, ¿dónde está? –interrogó el viejo–, fue desapareciendo al igual que yo para el mundo, respondí. Dígame –continuaba– como puede desaparecer, en algún lugar se encontrará. Un día despertó –respondí–, despertó del sueño en que habitábamos, poco a poco se fue alejando, de pronto un día se marchó y solo dejó su libro antiguo púrpura en la cama, si, el empastado libro, un poco roto, es lo único que conservo de ella, y con ella se fue todo, comenzó el pecho a contraerse cada hora, luego quise volver al mundo que había tenido y no estaba, se había esfumado al igual que ella y como seguro haré yo.

Señorita –acabaría diciendo el viejo– es usted muy joven, despierte, vendrán nuevas épocas, nuevos mundos que construir, abandone y deje a un lado el pasado, reluzca ese pelo crespo encantador, esas pecas que tornan su cara de una reluciente juvenil belleza, Rosa se ha ido, alguien nuevo vendrá, ¿cuál es su nombre?

De pronto su conciencia y visión se iluminaron, había estado en un gran trance, sintió que recién despertaba y al frente estaba el viejo, preguntándole su nombre, cogió el libro viejo forrado con papel púrpura, lo abrió y ahí estaba, era “La Vida Exagerada de Martín Romaña”, de Bryce, comprendió; respondió en voz quejumbrosa mi nombre es… Rosa, y con un suspiro se alcanzó a escuchar de la bella dama, adiós, cuídate mi amado Martín.

[Artículo publicado en la Revista Oígaste N° 008 – Edición Octubre 2021]

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