Por: Elmer Castillo Díaz.
A mí mi buen amigo, Jaime la Torre.
I
La desgracia parecía perseguir a Joaquín, en su primer año de vida sufrió una fiebre que alteró su estado de salud y su físico, no así su espíritu infantil. De ser una criatura saludable y con un peso de acuerdo a su edad y talla, pasó a tener una figura esmirriada, daba lástima verlo así y enternecían los cuidados que su madre Tamara le prodigaba.
La picadura de un zancudo o de una pulga, volvía a su cuerpecito un verdadero lamento de llagas, su llanto entristecía a los suyos en casa. Pero a pesar de su figura a punto de quebrarse, era juguetón, inquieto, saltarín y todos los etcéteras propios de un crío de tres años de edad; sus padres tuvieron que acondicionar su dormitorio para evitar que se rompa la crisma.
Su salud empeoraba, los remedios artesanales, incienso de eucalipto y otras yerbas, los conocidos aerosoles contra insectos rastreros y voladores, servían apenas para mitigar las secuelas, mas no para evitar los daños causados a su endeble epidermis.
Su habitación se mantenía cerrada, un sahumerio intentaba ahuyentar los insectos que atacaban a Joaquín, bastaba una sola picadura para ver en su cuerpo los terribles estragos. Mentholatum, alcohol, vinagre, bicarbonato de sodio y antialérgicos, reposaban en el estante, dando un aspecto de farmacia a la habitación.
Joaquín se fue acostumbrando a su dolencia, sus llantos incontrolables fueron cambiando a un simple aviso:
—Me ha picado una pulga en la espalda — Decía en tono tranquilo.
Entonces, el ungüento de eucalipto entraba en acción para que no se rasque, evitando que la reacción alérgica siga su imparable recorrido por todo el cuerpo. Las pulgas eran enemigos de Joaquín, en casa estaba terminantemente prohibido cualquier animal doméstico, especialmente los perros y los gatos.
II
Makuko era un hermoso perro de la raza Sharpei, de un año de edad. Había llegado de la capital para hacerle compañía a Elmo, el soltero empedernido, árbitro de fútbol, juez de paz, comentarista taurino, hombre solitario como su vivienda y, a sus años, un próspero criador de truchas. Cada mañana salía muy temprano a los quehaceres de la piscigranja y a cuidarse de los envidiosos que en los pueblos chicos no faltan.
Makuko se quedaba solo en casa hasta la llegada de Elmo, bien entrada la tarde. La tristeza lo acompañaba durante el encierro, sin ganas de ladrar a los gatos que se paseaban por los techos en busca de roedores o de algún pajarillo despistado. Cuando Elmo volvía, Makuko lo recibía saltando de alegría, su alimento llegaba junto con su amo. Después de devorar lo poco que le traía, jugaban hasta que Elmo se acostaba, apenas anochecía, para descansar y poder seguir con sus faenas del día siguiente. Así pasaban los días y las noches de los dos, trabajando uno, triste el otro.
III
Joaquín manejaba la bicicleta como un experto para su corta edad. Jorge, su padre, orgulloso lo alentaba. Además de verlo desenvolverse como cualquier niño sano, le recordaba su juventud, como cuando se fue a Cajamarca pedaleando ida y vuelta, con sus respectivas caídas y rasmillones en codos y rodillas; en la época cuando la carretera no estaba asfaltada y las piedrecillas jugaban pasadas que mandaban a morder el polvo y a seguir pedaleando. El deporte de aventura obsesionaba al padre, la felicidad lo inundaba viendo a su pequeño seguir su vieja inquietud.
Mónica cuidaba del niño, con ella salía a todos lados y le encantaba acompañarla. Una mañana soleada iban los dos caminando a la farmacia, a dos cuadras de casa. Un irresponsable conductor de un auto, retrocedió sin precaución y arrolló a ambos; trágica mañana soleada para Joaquín, fractura del fémur y golpes en la cabeza, dos meses de hospitalización enyesado, los insectos siguieron haciendo de las suyas durante la convalecencia. Recuperado y sin poder salir, el cuarto se volvió su centro de recreación; saltaba de una cama a otra y no paró hasta que se cayó de cara contra el piso y por poco pierde los dientes delanteros.
IV
Elmo y Makuko seguían con su vida, sin salidas y sin más emociones que alguna visita que alegrara al fiel can, de ellos recibía caricias y halagos: —Qué bonito perro, es fino y noble —Decían mientras acariciaban su fría nariz y sus orejas.
Un día, el solitario árbitro de futbol decidió poner cemento a los pasadizos de tierra de su casa.
—¿Qué hacer con Makuko, ¿quién podría tenerlo y cuidarlo por tres días, hasta que seque el cemento? —Se preguntaba— En el corral de tía Lía podría ser… —Pensó.
Elmo almorzaba los sábados y domingos en casa de tía Lía, aprovecharía hoy que era sábado para pedirle el favor.
—Déjalo pues hijo, aunque no les guste a los papás de Joaquín, tres días pasan rápido —Dijo la buena tía Lía.
Así fue como Makuko llegó a esa casa, encerrado, con comida y agua en una jaula; pero, el encierro duró apenas un par de horas. Al oír unos ladridos inquietos, Joaquín se las arregló para abrir la puerta que separaba la casa del corral; liberó a Makuko y lo acarició cuando este se restregaba en sus piernas y le movía la cola agradeciendo. Luego se pusieron a jugar persiguiéndose y algunas veces se revolcaban por el suelo en peleas simuladas. Cuando los padres entraron al corral y los vieron, pegaron el grito al cielo, pero ya era demasiado tarde: Makuko y Joaquín eran inseparables.
Después de dejar a Makuko libre en el corral y la puerta cerrada con llave para que los amigos no se juntaran, bañaron a Joaquín con todos los desinfectantes y repelentes que encontraron a mano y solo lograron negociar un horario para que jugara con Makuko.
Curiosamente, ninguna reacción adversa se notó en su piel; al contrario, una nueva vida parecía haber empezado para él, su semblante resplandecía de felicidad. Antes del tercer día, se habían convertido en los mejores amigos del mundo. El cuerpecito, lleno de pequeñas ampollas, cicatrices y heridas, comenzó a limpiarse.
—¡La amistad me volvió inmune! —Decía Joaquín, entusiasmado y con el pechito henchido.
Cuando Elmo quiso llevarse a Makuko, toda la familia se opuso y le propusieron dejarlo unos días más.
—…en esta casa tiene cariño, comida, cuidados; lo bañaron, lo perfumaron y le permitieron pasear por toda la casa —Pensaba Elmo emocionado, mientras caminaba hacia su casa, después de haber aceptado dejar a Makuko por solo unos días…—…yo no he podido darle la vida que merece, creo que es injusto y egoísta de mi parte, negarles la felicidad a dos seres que se aman, como se aman un niño y su perro… —Dio media vuelta para comunicarles la buena nueva: Makuko sería el perro de Joaquín para siempre y ahora es uno más de la familia.
[Artículo publicado en la Revista Oígaste N° 008 – Edición Octubre 2021]