CELENDÍN TIENE LO PROPIO

Por: Nemías Oyarce Abanto.

Docente del CEBA “Coronel Cortegana”.

Recogido por don Grimaldo Ortiz Aguirre (chico varón, pero no maricón), contemporáneo del señor Dionicio Aguirre, protagonista de esta historia.

Vivía en el caserío de Cashaconga. Era junio del año 1957. Las cosechas ya se habían terminado y por no estar ocioso don Dionicio Aguirre salió de su caserío con rumbo al pueblo de Celendín, a jornalear, muy temprano, a eso de las cinco y media de la mañana. Los indiopishgos (gorriones) ya estaban cantando, tan igual que los gallos de la hermosa campiña, anunciando un nuevo día.

Encontró trabajito en don Manuel Pérez, que tenía su tienda en el jirón Dos de Mayo, lo llevó a su huerta, tenía que limpiar el rastrojo del maíz para sembrar papa. La familia de sus patrones era muy humanitaria, lo atendieron muy bien, por lo que tuvo que recompensarlo con trabajo y se pasó hasta las seis de la tarde. Hasta merendar le dieron las siete de la noche.

Salió apresurado, rumbo a su Cashaconga, donde le esperaba su mujer y sus dos hijos, uno de cinco y el otro de dos años. Compró su armada (coca) en la esquina del Mercadode las Arrobas, su botellita de trago y un sol de cigarro Inca.

Se armó como caminar. La noche estaba oscura que no divisaba -siquiera- la palma de su mano. Ya por la cuesta del Guayao, no se veía nada la luz del pueblo, ya no llegaba -acaso- el reflejo.

Su bolo no le endulzaba nadita, amargaba feo. Pensaba muchas cosas: en su mujer, sus hijos, sus animales, que algo les haya podido pasar durante el día; caminaba muy pensativo, decidió sentarse y cambiar otra armada. Descansó sobre una piedra hasta que la anoche se aclare un poco, el bolo le seguía amargo, no le convencía nadita, se apagó su cigarro y entonces dijo: —¡Carajo! ¡Esto no está bueno! Algo está pasando, pero Dios no lo permita.

Cuando de pronto, en esa bajada de unas tierras coloradas, donde la piedra grande (que hasta hoy está allí, inmovible), escuchó un griterío de mujeres que venían y se acercaban a él, traían una lámpara Petromax prendida y entonces el camino se empezó a notar clarito.

—Carajo, quién de mis paisanos ya se ha muerto, en la mañana todo estaba normal; bueno, en fin, todo pasa —se dijo así mismo.

Esperó que la comitiva se acerque y en un santiamén estuvo en su delante. Les preguntó:

—¿Qué ha pasau hermanos?, ¿qué ha pasau?

—Se ha muerto el Carlos Aguirre. ¿Nos quieres ayudar?

—Claro que sí, él es mi tío, pero él se ha muerto hace mucho tiempo.

No le contestaron nadita. Y luego le respondieron:

—Mejor cambia tu armada, acá hay coca.

Era una coca áspera, muy dura, tosca y tenía un olor diferente a la que él tenía.

Le hicieron cargar un cajón negro (ataúd) de una esquina. Ayayay, el peso era insoportable, pero ya no sentía el camino pedregoso.

—¿A dónde pue me llevan con el muerto? —preguntó.

Y un hombre en caballo le respondió:

—De acá, vuélvete, si tienes precaución.

Aparecieron por La Huaylla, un caserío cercano a Cashaconga. Todo atolondrado volvió a preguntar:

 —¿Dónde pue va a hacer el velorio, porque ya pasamos todas las casas que estaban dispersas a lo largo del camino?

Tras varios minutos de silencio escuchó que el líder grupo le dijo:

—Toma tu jornal y no le cuentes a nadie lo que estás haciendo para mí, si quieres vivir muy bien el resto de tu vida lleno de felicidad, no le cuentes lo que has visto ¿Me entiendes? Si cuentas, vengo y te llevo el próximo año.

El tipo le dio unas monedas. Lo echó a su pequeña alforja; luego, en pocos segundos se vio en una oscuridad terrible, ¡no tenía miedo, menos mal!, y agarró camino a su Cashaconga.

Cambió su bolito, no sabía muy bien, pero ya estaba tranquilo, no tenía reloj ni radio, no distinguía nada, solo se guiaba al canto de los gallos.

Caminaba y justo cuando estaba por llegar a su casa el gallo dio otro canto, era más o menos la una de la madrugada. Entró a su casa. Su mujer se hizo la irque (llorosa); y, luego, guapísima.

—¿Dónde has estau hasta esta hora? ¡Ah! ¿Dónde? So irresponsable, yo preocupada, pensando que algo te ha pasau —le dijo.

—Me encontré con unos amigos y me hice de noche —respondió.

Su mujer no le creía nadita y exigía explicaciones.

—¿Dónde has estau? ¿Dónde? —volvió a preguntarle.

Entonces, tuvo que contarle lo sucedido. Se quedó callada, pensativa. Tuvo que obviar lo del jornal, porque el señor le dijo que no cuente a nadie, porque si no vendría y se lo llevaría al cumplirse el año.

Al día siguiente, su mujer le ganó en levantarse, revisó la alforja y encontró un puñado de monedas de plata de nueve décimos y otra vez el problema.

—¿De dónde lo has sacau? De repente te has ido a robar, so sinvergüenza, por no trabajar.

Le volvió a contar lo sucedido, pero de la platita nuevamente no le mencionó nada, hasta que insistentemente replicó:

—¡No te voy a decir!, porque si te lo digo, al año me voy a morir.

La mujer no se vio convencida. Todos los días lo tenía en ese afán, hasta que cierto día tuvo que contarle para que dejara de molestarlo. Desde ese día la mujer ya no reclamaba nada, pero dejaba notar su incredulidad.

Llegó junio del año siguiente, justo en la fecha, y noches antes en su sueño escuchó una voz que le decía:

—Te dije que no cuentes, despídete de tus amigos y de tu mujer. Ha llegado la hora de irnos, por tu mala cabeza, por contarle nuestro secreto a tu mujer.

Tras esta revelación el pobre hombre tuvo que contarle a su esposa:

—¡Ya ves!, ese señor me ha dicho en mi sueño que viene a llevarme, pero no sé cuándo.

Pasaron algunos días y a media noche alguien llegó en la misma mula, diciendo:

—Dionicio, sal, te necesito un ratito.

Pensó que era algún familiar.

—¿Te acuerdas de aquella noche? Te dije que no contaras lo que viste aquella vez, pero le dijiste a tu mujer y ella les contó a todos tus vecinos. Yo cumplo mi palabra.

Y de un jalón lo hizo montar en su mula ceniza. Un viento fuerte sopló cual huracán que lleva los techos y todo a su paso. La mujer parada como vela en la puerta, enmudecida, miraba todo lo que pasaba, no podía hacer nada, estaba confundida y asustada.

Tras varias horas de shock, la mujercita se resoltó en la madrugada y comenzó a llorar en voz alta. Empezó a llamar a sus vecinos y familiares, diciendo que a su marido lo llevó un hombre, a la fuerza, en una mula. Los vecinos y familiares no creían, lo buscaron por todas partes, hasta formando grupos de rescate, pero del pobre hombre hasta hoy no se ha sabido nada.

Entonces, en una suerte de reflexión don Grimaldo Ortiz comentó:

—Ese pue ha sido el mismo diablo, anoche los perros aullaban muy feaso, yo he salido a mirar y un viento muy fuerte corría, parecía llevar todo lo que encuentra, entonces eso ha sido pue, pero tú has contao pue, a todos los vecinos, lo que le ha pasau a tu marido. Eso no se cuenta. ¡No! Así que no te hagas la irque. Ahora, ¿qué vas hacer con esos muchachos?, eso te pasa por meterte en cosas de hombres, si fueras mi hija te harto a palos, para que tu trompa lo mantengas cerrada, a ver aura (ahora) donde pue lo vamos a encontrar al Dionicio. ¿El diablo a dónde lo habrá llevau? Pobre Dionicio.

“Por eso, les digo, el secreto no se cuenta” ¡Noooo! ¿Entendieron?

[Artículo publicado en la Revista Oígaste N° 008 – Edición Octubre 2021]

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