Por Manuel Sánchez Aliaga
Cualquiera hubiese dicho que Anselmo solo trató de fugar de su mundo de congoja arrastrada desde hacía años, cuando por primera vez se encontró de cara con inimaginable realidad jamás antes conocida.
Cualquiera hubiese dicho que Anselmo solo trató de fugar de su mundo de congoja, o que a lo mejor estaba ya camino a la locura o en afanes de evadirla, al verle ir tras yerbas, componiendo brebajes, echando conjuros y haciendo mil artilugios, hasta que por fin lo vimos transformado, vistiendo el disfraz de brujo que tanto prestigio le dio en diversos pueblos, donde tuvo la oportunidad de verificar los comentarios que circulaban acerca de las atávicas creencias y supersticiones a las que, según dice el criterio de profanos y entendidos, el hombre continúa sujeto inexorablemente.
Y así fue. Porque en los lugares que con cierta periodicidad visitaba desde que empezó a dominar los secretos de las ciencias ocultas, confirmó esas habladurías, y también su sospecha de que la gente, en general, basándose en el supuesto de que el conocimiento y la predicción de verdades o acechanzas pueden en exclusiva ser develadas, prevenidas o provocadas por los farsantes que ejercen la hechicería, sigue confiando a ojos cerrados en la infalibilidad de las adivinaciones, en la veracidad de la quiromancia y de la cartomancia, en los baños de florecimiento, en la parafernalia de las limpias, en la eficacia del uso de extrañas pócimas y demás recursos rituales de los que se vale la nigromancia, para convencer a los incautos de que el invocar a seráficos espíritus o al demonio mismo hacen posible la consecución de anhelados beneficios o de los más temibles maleficios.
No se asombró entonces cuando triunfante y con no disimulada alegría pudo comprobar que todos, sin distinción ni vacilar, ponían su dinero y su esperanza en sus manos, seguros de sus presuntos poderes sobrenaturales.
Sí. Hombres y mujeres, viejos y jóvenes, ricos y pobres, analfabetos y profesionales, tullidos, enfermos terminales, desahuciados e hipocondríacos, acudían con fe ciega al reputado hechicero -cuyas artes aseguraba haberlas aprendido en las más herméticas escuelas esotéricas del África, del Asia milenaria, en especial en la ignota India- en pos de dificilísimas curaciones, o por lo menos de alivio para sus males; de filtros de amor, de saber el desenlace de sus relaciones prohibidas y secretas; para averiguar qué les deparaba el futuro, o la manera sutil de lograr terribles venganzas contra enemigos a los que deseaban verlos en las peores condiciones económicas, caídos en el lodo de la degeneración, perdida la razón para siempre, o sufriendo de enfermedades imposibles de sanar.
Para hacerle justicia, no podemos negar que Anselmo, obligado por su nuevo quehacer, se esmeró en acrecentar a diario su intachable nombradía, buscando no equivocarse en el ingenioso arte de embaucar con sus bien tramados vaticinios, en aprender a usar con acierto el poder curativo de ciertas plantas y el dañino de otras, sin dejar de pensar en su objetivo final que como consagrado y moderno arúspice se había jurado alcanzar.
Cualquiera hubiese dicho que Anselmo solo trató de fugar de su mundo de congoja, o que ya se volvió loco, cuando nos enteramos de que como poderoso curandero y por su reconocida fama de ser el más extraordinario de los videntes (como henchido de orgullo y a los cuatro vientos se jactaba en pregonar); inidentificable bajo la máscara de pintura usada por los guerreros de las tribus salvajes para ocultar sus facciones, y con el fascinante apelativo de «El Adivino de Manchuria”, se había enrolado hacía poco nomás, en la columna subversiva que vimos pasar ayer de largo por aquí, por nuestro pueblo, comandada por el temido camarada Miro, sin que este, pese a los hechos que los enemistó de por vida y al escrupuloso celo que ponía para reclutar a sus hombres, lo hubiese podido reconocer.
Y si fue admitido, no solo fue por su bien ganada reputación, conseguida a costa de su esfuerzo y experiencia en las artes adivinatorias y en las de la brujería, sino con el fin de que los curase de las heridas o dolencias que podían sufrir en cualquier momento, y de que les previniese de eventuales emboscadas que en algún sorpresivo encuentro con efectivos del ejército estaban sujetos a enfrentar.
Ahora hemos sabido que encontraron plácidamente dormidos a todos los de la columna subversiva, y a su jefe, el temido camarada Miro, solamente a él, morado, colgando de un árbol y con la lengua afuera.
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Marchando en las filas guerrilleras, la memoria de Anselmo recreó por enésima vez aquella lejanísima tarde cuando una inmensa culebra gris, preludio de desgracia, atravesó veloz por delante suyo desapareciendo entre la hojarasca de la orilla del camino tantas veces transitado, a cuya vera, más allá, media hora más allá, asomada a la puerta de la casa le esperaba Cristina (capulí crenchas ébano coquetamente entretejidas con cintas de seda de vivos colores en dos largas trenzas cayéndole por delante de los hombros hasta el redondeado vientre), junto a Carlitos que recién empezaba a balbucir papá, pa-pá… El abrazo mudo, la caricia, el beso casi hosco pero dulce y elocuente a su amada compañera, los mimos, el jugueteo infantil, el ansiado placer de alzar entre sus vigorosos brazos al pequeño fruto de su amor sucedían al encuentro, luego de ocasionales ausencias a las que se veía obligado en ese entonces en su calidad de vendedor de baratijas, períodos que inteligentemente sabía alternar con las faenas dedicadas al cuidado de sus animales y al cultivo de sus chacras.
Poco antes, antes de cruzarse con la artera sierpe anunciadora de mil desgracias hogareñas, en la posada donde acostumbraba pasar la noche para continuar de madrugada hacia el bohío que había levantado con sus propias manos, oyó cantar premonitorias a dos aves de mal agüero: al búho y a la vieja gallina negra, que por vieja no la destinó jamás a la olla la siempre ágil y habladora comadre que lo hospedaba.
Dolorosos presagios le asaltaron anudando su corazón aquella noche. Y al día siguiente, por la tarde, otra vez los sintió palpitar punzantes en el áspero sendero, mientras desenvainaba en vano el machete compañero, inútil para deshacer el funesto sortilegio que se esfumó reptando hacia las concavidades del áspero y desigual terreno, desigual como la vida, desigual como la suerte…
Aceleró la caminata hasta convertirla en desenfrenada carrera.
¡No!, ¡no!, ¡no!, no era posible aquello…
Su adorado capulí colgaba yerto y para nunca más despertar, del otro dulce capulí que frondoso se alzaba ante el hogar…
Al espanto, la protesta, la angustia, la honda pena y como sacudidas por violenta tempestad, le rodaron por el rostro gruesas gotas de dolor, dibujándosele crispada mueca en un larguísimo, ronco grito mudo que vibrante taladró el espacio silencioso de aquel aislado paraje.
Luego, sucedió aparente calma. Y despacio, muy despacio, casi sin hacer ruido, con pisadas de puma que hubo aprendido en sus correrías nocturnas para atraparlo y evitar que diezmara su rebaño, se acercó al amado cuerpo que se balanceaba al compás del viento. Lo bajó y lo depositó suavemente, casi temiendo hacerle daño, en el poncho bayo con que le obsequió Cristina el día de la boda, y recién los espasmos de furia y de congoja y el rugido de su rabia y desesperación se escucharon en la otra banda, que el eco los devolvió en inacabable lamento.
Presa de desvarío y turbado de amargura y aflicción por la crudeza de la inesperada tragedia, había olvidado por un momento al vástago que engendrara con cariño, con esperanza, con deliro y con amor.
Al pensar en él, un débil chispazo, cual relámpago fugaz de tétrico presagio, le obligó a correr casa adentro.
¡Carlos!… ¡Carlos… ¡Carlitos!, gritó enloquecido; más, el indefenso bulto inerte, envuelto en suavísima manta tejida en el más fino hilo de lana por su bella esposa para el hijo, fue la única respuesta.
Fue entonces cuando llameante cruzó el recuerdo de Casimiro, indio altanero y prepotente que hacía mucho -mucho antes de su matrimonio- quiso hacerla suya a la fuerza, ¡a su Cristina!; y tan solo su tenaz resistencia femenina y a la filuda piedra que usó para defenderse dejándole para siempre vejatoria cicatriz en su fiera mejilla, la salvaron del traidor atropello.
Casimiro se había refugiado en una columna subversiva al poco tiempo de perpetrada su pérfida afrenta que le valió el menosprecio de la comunidad hasta que, en mérito a sus sagaces estrategias, saña y temeridad, alcanzó a comandarla. Desde ese entonces y de vez en vez, teníamos noticias de él cuando se sabía de sus rápidas y calculadas incursiones y fugaces encuentros con la policía de los que únicamente quedaban incertidumbre, sangre, pesar, desolación y muerte.
Anselmo, al contemplar impotente a sus seres queridos muertos (asesinados en realidad) comprendió haber sido abofeteado de sopetón, sin merecerlo y sin piedad, por la más fea realidad que jamás antes concibió. Ante su total desdicha, su negra desventura y dolorosa soledad, supo que iba a verse obligado a virar la hacendosa línea de trabajo que se había trazado para alcanzar un decoroso futuro para su familia.
Entonces, temblando de amargura, de ira y de impotencia, juró solemnemente ante los amados cuerpos cobrar del modo más discreto y sin importar el tiempo que le demandara ni el castigo a que se hiciera merecedor, ejemplificadora venganza del cobarde que intuyó vino a hurtadillas a tomar represalia de su frustrado estupro, a labrar su infortunio aprovechando su ausencia, para redimir así, con la dignidad propia de un hombre de bien, el vejamen del que fueron víctimas su esposa y su pequeño hijo, honrar su memoria y limpiar su propio honor.
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Ahora hemos sabido que encontraron plácidamente dormidos a todos los de la columna subversiva, y a su jefe, el temido camarada Miro, solamente a él, morado, colgando de un árbol y con la lengua afuera.
Cualquiera hubiese dicho que Anselmo sólo trató de fugar de su mundo de congoja.
[Artículo publicado en la Revista Oígaste N° 09 – Edición Diciembre 2021]