Escribe: Ricardo J. Sánchez Cabanillas
En el Perú y América Latina estamos asistiendo –desde la segunda mitad del siglo XX y su intensificación en el siglo XXI– a una recurrente práctica de danzas, música y fiestas urbanas, desconectadas de sus contextos de origen y mediatizadas por intereses ajenos. Este es el principal motivo para intentar hacer -en este artículo- una reflexión crítica, en relación con el modo en el que actualmente se reproducen los sistemas de representación y las prácticas relacionadas con la música, danzas y otras ceremonias tradicionales, que tienen acogida en fechas festivas o de aniversario.
Sabemos que las danzas peruanas se nutren de sus prácticas ancestrales relacionadas a la agricultura, ganadería, a sus rituales religiosos, a sus difuntos, etc. La producción agraria que se programa de acuerdo con las estaciones y el clima, su relación especial con la tierra, el respeto profundo por ella, la valoración y consideración que se tiene por el agua, así como el conocimiento del funcionamiento astronómico y ecológico, hicieron que en las culturas peruanas se cante y dance celebrando la fertilidad y la vida (Cáceres-Olazo, 2005, p. 374).
A partir de la invasión y conquista española muchas de ellas desaparecieron y otras, por influencia de la misma, comienzan a relacionarse con el calendario católico utilizando disfraces y máscaras y nuevos instrumentos musicales. Ello conllevó a una división entre danzas indígenas y mestizas. Es así como se producen las fiestas patronales, de contenido religioso, que incluirán rasgos de la cultura andina. Esta fusión dio paso a lo que actualmente se denomina danza folclórica.
En el caso de nuestro pueblo, las danzas representan las faenas agrícolas, a cada hogar campesino, a los frutos de la tierra y son la simbiosis de algún paganismo con la actualidad cristiana que trajo la invasión española y hoy por hoy son la única expresión típico-religiosa, musical y coreográfica auténticamente celendina. Con motivo del Corpus Christi, nuestros caseríos se preparan y sus danzas bien ataviadas se hacen presentes –a ritmo de flautas, violines, bombos y cajas– en la ciudad (Izquierdo, 2016, p. 3).
Por citar algunas, la de San Sebastián unce a sus toros con un yugo a proporción, muelen caña en un trapiche casero y arrojan al público lo que produce su valle. Bellavista participó en algún momento y trajo una exótica comparsa de chunchos, su único toro El Comunero, con una vaca pálida y un becerro enclenque, efectuaron el ordeño entre las festivas risotadas. La de Santa Rosa que inicialmente estaba conformada por dos filas de diez cada una, la de shingos (gallinazos) y la de buitres, dos toros, viejo y vieja; cambiaron a una fila conformada solo por hombres, cada uno con su cuerno de aguardiente (Izquierdo, 2016, p. 4)
Pero, ¿qué es una danza folclórica? Existen varias definiciones sobre su significado, aunque debemos aclarar que para el caso peruano su estudio sigue siendo sesgado y empírico, por lo que la tarea está pendiente (Parra Herrera, 2006, p. 63). Andrea García en su artículo ‘La Danza Folclórica’ (2015) establece que es toda manifestación dancística desarrollada de forma espontánea en comunidades (pueblo) en estrecha relación con lo rítmico-musical, y que han sido traspasadas de generación en generación como parte de experiencias simbólicas espirituales, materiales y sociales (García, 2015, p. 33).
En relación a lo estrictamente folclórico existe una larga, pero insuficiente discusión en los estudios de la antropología cultural y otras ramas conexas como la etnología o la etnografía. Si con remitirse a la expresión folk-lore –planteada en 1846 por William John Thoms en una carta que escribió a la revista cultural londinense «The Athenaeum» y traducida como «el saber tradicional del pueblo»– se pudiera resolver el problema, cualquier aproximación posterior estaría por demás. Sin embargo, fue precisamente a partir de esa acepción asignada al nuevo término que comenzó la incertidumbre teórica difundida entre quienes se acercan a los fenómenos de la cultura popular.
Por ello, es necesario recurrir a las precisiones que han intentado diversos autores para determinar lo que es efectivamente el folclor y, por lo tanto, lo folclórico. Alberto Guerra Gutiérrez en su obra ‘Folklore boliviano’ (1990), sostiene que todo hecho folclórico para ser reconocido como tal, debe necesariamente reunir las siguientes características: ser tradicional (transmisión de generación en generación, oral o escrita y por imitación), anónimo (al perder por el tiempo al autor pasa a ser patrimonio colectivo), popular (debe ser de la aceptación de la mayoría de la sociedad conglomerada), funcional (cumple una función activa en la vida del pueblo), plástico (admite cambios formales pero no de fondo) y ubicable (peculiaridades de un lugar y un tiempo determinados); y, que el folclor es patrimonio del pueblo, de las capas ‘superiores’ y de las ‘inferiores’ (Guerra, 1990, pp. 19-20).
La ‘Carta del Folclor Americano’, que en 1970 aprobara la Organización de Estados Americanos, sostenía que «El folclor está constituido por un conjunto de bienes y formas culturales tradicionales, principalmente de carácter oral y local, siempre inalterables» (en García Canclini, 1990, p. 199).
Se observa, entonces que, así como hay coincidencias existen también divergencias sobre el significado de folclor, lo que demuestra que no se tiene una única interpretación y que la validez de una definición o de una caracterización responden a la pertinencia práctica que ellas contengan y no a un concepto preestablecido.
Es justamente ante esa poca clara noción de folclor, con muy poco o ningún uso académico en la actualidad, que aparece un nuevo concepto: la folclorización. Un aporte innovador sobre el tema es el de la antropóloga Zoila Mendoza, que realizó un estudio sobre las danzas cuzqueñas; en su libro ‘Al son de la danza: identidad y comparsas en el Cuzco’ (2001), que establece que muchas danzas, música y prácticas rituales habían sido extraídas de su contexto original, estilizadas y privadas de varios de sus significados originales, y convertidas en emblemas de la identidad regional y nacional por los intelectuales urbanos y que, por acción de ellos, el Cuzco estaba asistiendo a un proceso llamado folclorización. Aunque también se dio cuenta que, como parte de ese proceso, los danzantes ganaron nuevos espacios y reconocimiento a sus esfuerzos creativos. La folclorización les había brindado los medios con los cuales retrabajar y cuestionar los valores sociales y estereotipos promovidos por dichas élites, en lo que finalmente parecía ser una contradicción (Mendoza, 2001, p. 82).
Otro gran aporte sobre el mismo tema es el del investigador Javier Romero. En su artículo ‘De la extirpación a la folclorización’ (2016) sostiene que es un dispositivo que activa la enajenación de las representaciones y las prácticas desconectándolas de sus historias y procesos locales, produciendo su fragmentación, su discriminación y la selección de algunas, muy pocas, para “envolverlas” con otra estética hasta convertirlas en mercancía. De esta forma, la folclorización se constituye en un dispositivo de dominación orientado en función de los beneficios de un determinado proyecto que responde al patrón global de poder (Romero, 2016, p. 19).
Romero concluye que la folclorización ha servido para fetichizar las prácticas y los procesos rituales en tres dimensiones. La primera se refiere a la dimensión del saber, se ha producido la anulación de determinados saberes tradicionales. Ha desconectado a las personas, transformando sus creencias existentes en otra, enajenada, vacía, o con ciertos contenidos fragmentados e incompletos y sin conexiones con sus orígenes, o en algunos casos, con conexiones recientes: lo republicano, lo moderno y eurocéntrico.
Segundo, en la dimensión del ser, con la anulación de determinados saberes se afecta la subjetividad existente produciendo transformaciones para generar su enajenación. Se consume lo festivo en el sentido consumista, como objeto, como mercancía, se paga por bailar, por divertirse y se consume alcohol sin sentido ritual.
Tercero, en la dimensión del poder, en la que enajenación y desconexión producen una coyuntura bastante favorable para afectarla, a partir de un ejercicio del poder como dominación. Ahora se legitima al poder fetichizado desde la hegemonía de los medios y de lo que últimamente se ha denominado “Industrias Culturales”.
La “música folclórica”, que antes era la “fiesta del pueblo” donde el mayor beneficio era la alegría y el compartir, se ha transformado en mercancía de diferentes precios que circula en festivales y en espectáculos. Hoy se prioriza lo mediático y lo comercial, sobre todo, se utiliza la imagen de lo festivo para la venta de alcohol.
Mendoza agrega que este proceso de folclorización ha conllevado a que, a lo largo de la historia de los concursos folklóricos en el Cuzco, surjan conflictos entre los competidores, entre los miembros del jurado, entre estos últimos y los primeros, y entre el jurado y el público en general por los criterios utilizados para evaluar las danzas folclóricas y escoger un ganador. Aparece la vulnerabilidad de los criterios con los cuales se distingue lo “indígena” de lo “mestizo”; lo “auténtico” de lo “no auténtico”, y lo “tradicional” de lo “no tradicional”. Un ejemplo de estos conflictos es sobre la no autenticidad de las danzas de Paucartambo. Otro ejemplo es un desacuerdo surgido entre los integrantes del jurado sobre la autenticidad de algunos disfraces que usaban material sintético. Un último ejemplo es la queja siempre presente del público, cuando los jurados eligen una danza especialmente bien coordinada, llena de movimientos y adornos estereotípicos que representan la “identidad indígena”, y ellos eligen a otra que no tiene una coreografía tan buena y está más cerca de una interpretación ejecutada por la población rural cuya identidad está supuestamente representada por la otra danza (Mendoza, 2001, p. 132).
Nuestras danzas celendinas también están experimentando cambios. Estamos a tiempo de rescatar su auténtica representación, las cuales bajo la consigna de “recuperación de identidad”, “rescate de valores” y otras, no solamente deben ser bailadas para la diversión, para el mercado o para que los danzantes se hagan famosos en los círculos “artísticos” locales; deben ser bailadas caracterizando ese ritual agrícola, esa relación de la fertilidad y la vida, y al compás de esa melodía que penetra al alma y al talón, de esa música sin letra, diferenciada en cada paso y favorita en muchas reuniones sociales (Izquierdo, 2016, p. 5), como expresiones de nuestra identidad celendina. Caso contrario, nuestras danzas se descontextualizarán y estaremos asistiendo a este nuevo proceso llamado folclorización.
[Artículo publicado en la Revista Oígaste N° 10- Edición Julio 2022]